Albada 314




RISUEÑO BOTÍN
(21de octubre de 2012)

Está bien, vale, lo confieso: soy un ladrón. Que yo recuerde lo he sido desde siempre o desde muy niño, que para el caso es lo mismo. A estas alturas, en las que ya peino alguna que otra cana, pueden suponer que si nadie me ha pillado debo ser hasta millonario, máxime teniendo en cuenta que no suelo fallar en casi ninguno de mis “golpes”. Es así, no se equivocan, mi fortuna en la actualidad es inmensa, no en vano llevo toda una vida dedicándome al acopio.

Como soy un tipo que ama antes que nada el trabajo bien hecho, en el que cada uno, en lo que quiera que se ocupe, sea un profesional fino y competente, he desarrollado a lo largo de los años un método disciplinado y exigente.

La primera de mis premisas radica en que el robo debe realizarse con mucho ingenio, evitando cualquier tipo de atropello; con agudeza, con inteligencia; así, hay que aplicarse, estrujarse bien el cerebro antes de pasar a la acción. La segunda es que la sustracción deje el menor rastro posible, que el sujeto en cuestión apenas se entere de que alguien le está hurtando, que le cueste descubrir que le han “limpiado” limpiamente. Concluiré diciendo que todo el éxito se resumirá en la elegancia, en la exquisitez del engaño.

Y es que un humorista que se precie debe saber fabricar una mentira tan descomunal que por eso precisamente, por lo extraordinaria, sea posible. Es la única manera, por ejemplo, de conseguir que resulte creíble la escena de un soldado hablando por teléfono tan naturalmente con “el enemigo”; y al respecto, precisamente, Miguel Gila, que en esto del humor era un genio, advertía: “Un ladrón poco sutil entra en un restaurante y, a mano armada, roba unas croquetas. Un humorista vulgar entra en un teatro e intenta robar la risa violentamente, burlándose de los demás, parodiando simplemente su entorno, imitando el comportamiento de los más desfavorecidos. Pide la risa a gritos. Sin embargo el ladrón sutil, como el humorista sutil, se inventa un alambre, un gancho ingeniosamente preparado para robar la risa. Las carcajadas, como las croquetas, hay que robarlas sin que nadie se dé cuenta”, y yo, como les digo, tengo bien aprendidas las enseñanzas del maestro.

Y bueno, vale, lo aclaro de una vez: soy un ladrón de sonrisas. A eso me dedico desde que tengo memoria o desde que, según mi madre, aún con chupete fui capaz de arrancarlas a todo el que se me acercaba. Mi medio no son los escenarios ni las tablas, sino que birlo a pie de calle, entre lo más cotidiano y común.

Soy rico, ya les dije, tengo un tesoro de risas y las tengo de toda clase y condición, empezando por las más agradecidas que son las de las buenas gentes. A ellas la alegría les sale fácil porque son ante todo generosas y les reservo uno de los mejores sitios en mi vitrina.

Como anécdota les diré que las que más me cuesta arrancar son las de los envidiosos (mucho más que las de los tristes o enfadados). Sonríen, claro, pero a menudo el resultado no me sirve para mi colección: sus risas son tan falsas que sería un fiasco, como guardar trocitos de vidrio entre diamantes. Me cuesta robarles lo que no les nace, pero ahí está el gusto por el trabajo bien hecho, ese es mi reto. ¿Que cómo distingo la risa buena de la que no es? Muy sencillo, hay un truco que nunca falla: la verdadera siempre te enciende el corazón, la fingida llega siempre fría y desabrida, resbala por dentro, se te escurre hasta los pies.

Atrapar su sonrisa es tener lo más hermoso de un ser humano: la entrega total en la completa desnudez del alma; y así me siento yo, un magnifico vencedor cada vez que la consigo.

Siendo un ladrón de risas me he vuelto un experto en el tema; tentado estoy de hacerle la competencia a Bergson y escribir un libro. Pero eso me privaría del tiempo que quiero dedicar a mi tarea, que es todo. Así pues, hasta que la impunidad y las fuerzas no me fallen, hasta que la sonrisa no termine por ahogarla el mundo, ¡que ustedes lo rían bien… y que yo lo aproveche!
 







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