EL TONTODROMO O ALLÍ DÓNDE LATE EL CORAZÓN
Cada vez se parecen más unas ciudades a otras. La piel de las calles y plazas que envuelve el día a día de sus habitantes se ha cubierto de los mismos negocios y las mismas oficinas, mientras idéntica tiranía del tráfico rodado canaliza cualquier resquicio de su espacio. Las fachadas, los escaparates, el mobiliario urbano… todo tan igual que si por un momento uno cierra los ojos y olvida la ciudad donde se encuentra al volver a mirar puede darle el nombre que se le antoje, imaginar el lugar que quiera ya que toda la singularidad que caracterizaba a las urbes (grandes o pequeñas, da igual) está desapareciendo.
Nos quedan nuestros centros históricos. Mal que bien aún intentan conservar un poco del sabor de la historia y de la estela de sus habitantes por sus calles.
Es precisamente la huella, el rastro diario de ellos, lo que hace la ciudad y le confiere su esencia y diferencia. En el centro de Teruel todavía persisten recuerdos de esa naturaleza tan íntima y particular, fruto de cientos de turolenses que año tras año lo vivificaron con su paso cotidiano, sus entradas y salidas a tiendas, oficinas, terrazas de cafés… sus encuentros fortuitos y sus paseos habituales en los días de fiesta.
La plaza del Torico y la calle San Juan se despliegan sobre nuestra ciudad recostada como la columna vertebral de un gran animal dormido. Muchas generaciones hemos andado una y otra vez la “línea sinuosa” de esos metros arriba-abajo y abajo-arriba. Recuerdo que en mi adolescencia a dicho recorrido se llegó coloquialmente a llamarlo el “tontodromo”, debido a las horas y horas que se “gastaban” caminando sus porches y aceras a paso “de paseo”; charrando mientras quizás esperábamos la hora del cine o simplemente deshilvanando con risas las horas perdidas. En grupos (generalmente de chicas o chicos solos y algunos, los más joviales, mixtos) aquella especie de desfile festivo nos permitía a la gente más joven de Teruel “socializarnos”, contando además con el aliciente poder ver, si había suerte, al chico o a la chica que te gustaba e intercambiar miradas o algún tímido saludo.
Era quedar con los amigos las tardes del sábado y domingo en los porches de la Plaza del Torico o los más mayores, si el presupuesto se lo permitía, en el mismísimo “Goya” (genuino bar hoy desaparecido que tenía entrada por la calle Nueva y la calle San Juan) y desde allí comenzar el deambular de uno a otro lado con los consiguientes encuentros con las otra “pandillas errantes”; un rito que no solía faltar, especialmente cuando el ambiente estaba más animado era la “patada” a la pared al llegar al final del recorrido del porche (a la altura del Tozal, justo en la farmacia de Maruja Salvador)
En aquel paseo había paradas obligatorias como los carros de las “cacahueras” conveniente y estratégicamente situados bordeando la plaza, o la visita a las tiendas de chucherías Casa Ros, Dominguín o incluso hasta la Tropela (al comienzo del Viaducto, cuando el paseo se hacia más largo y se finalizaba en la Glorieta).
Los escaparates de las tiendas y comercios, entonces en abundancia y variedad (casi podía encontrarse de todo sin salir de la plaza) también entretenían la tarde de vagabundeo: pararse a ver los escaparates de Ferrán (los de La Sucursal en los días previos a Reyes era un imán ineludible para los más pequeños), Elipe, Tejidos el Torico, El Bolo, Juderías, Muñóz o La Dulce Alianza (algún caramelo, alguna chocolatina o pastel) o aquella librería que hacía esquina con la calle Mariano Muñoz, pequeñísima y oscura donde una mujer mayor con un enorme bocio nos vendía calcomanías y las cosas más peregrinas que pidieras (nunca entendí como aquel sitio tan pequeño almacenaba tanta y variopinta mercancía).
La edad marcaba también los hábitos y los centros de interés de nuestro “tontodromo”: La Ferrera, el Electroter, el Evaristo, eran futbolines y boleras donde grupos de chicos quinceañeros se perdían durante horas; el Sindical, el Teruel, el Dorado, el Pedralva, Los Juncos… significaban para los más mayores un par de cañas que solían terminar con las bravas en La Parra o la media docena de sardinas compartidas en el Plata.
Aquellos escaparates, locales de inocentes juegos, carros de chucherías y bares y como no las primeras discotecas (El Java y el Osiris donde la música y el baile cobijaban los primeros besos que los porches de la plaza nunca deberían ver) eran marcas de calor y luz en nuestro cotidiano recorrer el corazón de la ciudad, sortilegios al aburrimiento de los fríos atardeceres domingueros.
Hoy, aquel paseo reiterativo y repetido ya es pasado, historia personal, recuerdo. Se olvida demasiado fácilmente el ritmo de aquellos pasos juveniles y quedan sólo algunos pedazos de su cadencia en la memoria.
Callejear con vocación de flâneur provinciano; rostros que se vuelven y saludos que se precipitan suavemente en las columnas romas de granito, el Torico como siempre testigo amable y consentidor… el eco de las risas juveniles… cae la noche y se vacía la plaza; la calle San Juan es un silencioso baja y sube hasta las fuentes donde restalla el agua y se apresura un noctámbulo tardío. Todo un mundo de emociones duerme, duerme también la ciudad su corazón antiguo de porches y risas, de farolas y confidencias para reinventarse en sueños cada nuevo amanecer.
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