Albada 336




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(21 de abril de 2013)



Hace muchos años asistí a unas jornadas sobre Internet en Zaragoza. Como digo fue hace mucho tiempo, tanto que nadie a mi alrededor (y eso que trabajo en una universidad) había oído hablar por aquel entonces de esa nueva y misteriosa “red telaraña” y, cuando solicité permiso a mi jefa para asistir, me tuve que explicar confusamente sobre las aplicaciones “interesantes” que probablemente conllevaría para nuestra biblioteca este nuevo “invento”.

Por aquel entonces Internet era un batiburrillo de recursos en plena ebullición, todo a punto de cocinarse y prometiendo como resultado los más fabulosos sabores y aromas inimaginables: casi se podía palpar materialmente en aquella sala de conferencias el entusiasmo que iba despertando entre los asistentes las exposiciones que los informáticos nos daban tan ilusionadamente: estaba claro que éramos unos privilegiados asistiendo al principio de algo importante..

Recuerdo que durante el camino de vuelta a Teruel pensaba que si aquel “sueño” se hacía realidad el mundo iba a ser a partir de entonces mucho mejor. Y digo bien SUEÑO porque en aquella reunión se había hablado y sobre todo “se había creído posible” que por fin la comunidad científica iba a poder compartir libremente y con total generosidad todos sus nuevos descubrimientos. No importaría el lugar del mundo donde se produjeran, ni quién, ni tampoco los medios: Internet sería la plataforma ideal desde la cual se podrían intercambiar generosamente todos los conocimientos, se pondría TODO al servicio de TODOS de manera tan rápida e inmediata que la cultura y especialmente ciencia avanzarían como nunca.

En aquellas jornadas los asistentes sentimos por momentos el vértigo de la solidaridad universal de la ciencia, la grandeza de la generosidad de compartir los hallazgos que llevarían a un trabajo común que por supuesto daría frutos asombrosos: remedios para enfermedades hasta el momento incurables, solución a problemas de infraestructuras técnicas en la actualidad insalvables, etc., etc., etc. (la lista era interminable)

Aquella sensación, aquella utopía pasó y se convirtió, como muchas otras cosas en esta vida, en un recuerdo que a veces comento como anécdota (a muy poca gente porque a nadie le gusta que le llamen iluso).

Sin embargo, la noticia que acabo de leer me hace recordar hoy aquí públicamente aquellos momentos, y hacerlo con cierta amargura: efectivamente las cosas han cambiado y mucho desde los años noventa; aquellos crédulos que imaginábamos un futuro tan prometedor debíamos estar “en trance”, estar algo locos para pensar así o simplemente conocer muy poco los últimos resortes de la naturaleza humana. No es nueva la noticia, pero volver a leer que estos días se está dilucidando en un tribunal (Tribunal Supremo de los Estados Unidos) si se blinda o no la propiedad intelectual sobre el ADN, llena de desasosiego. Que la explotación comercial prime sobre el libre conocimiento para poder avanzar en el tratamiento de enfermedades como el cáncer, que el poder curarse, que el derecho a la vida, dependa de tener dinero para acceder a los medicamentos y terapias es descorazonador.

Sea cual sea la respuesta que resulte sobre si es legal o no patentar a un gen humano asistiremos a unas consecuencias que influirán en todos nosotros, por muy lejos que queden de nuestras casas las oficinas de patentes y marcas o las grandes compañías farmacológicas. Es evidente que “el que sabe” tendrá siempre el poder en sus manos: el conocimiento guardado bajo llave al parecer garantiza el ingente enriquecimiento a costa de avanzar la investigación y hacer extensible a todos (no importa el dinero que tenga en su bolsillo) los beneficios de la ciencia.

Podría seguir hablando y hablando más sobre el tema, pero creo que ya está dicho todo..

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