BAJO EL ASFALTO
(18 de diciembre de 2011)
Te encontrabas tan cerca de mí, que no fui capaz de verte. Necesité todo el tiempo que no quise darte para darme cuenta de que te quería hasta dolerme. Habitaste tanto mi corazón que tuve que ahondar hasta el fondo de mí para saberte. Ahora, cuando sólo me queda el hueco de tu ausencia, lo lleno de cicatrices; y trabajo, trabajo mucho, amor, aunque no logro acallar la presencia de tu falta.
Lo peor de escribir un mensaje así, una carta de amor “a la desesperada”, es pensar que ella nunca pudiera leerla; lo que más lastima es ese no empujar el sobre en la trampilla de cualquier buzón y desear, cruzando los dedos, que pronto llegue hasta sus manos.
Supo que su nombre era Susana sin querer, oyendo que la llamaba así una de sus compañeras. (Susanita, le decía él cuando bromeaba en su imaginación). La encontraba siempre, atenta y eficiente – ¡tan viva! – a primera hora de la mañana. Primero fue sorpresa, luego búsqueda disimulada... y después, encuentro no pactado. Durante aquellos tres años no dejó de “pasar” delante de Susana ni un solo día; día laborable, claro, porque luego estaban aquellos largos paréntesis, interminables fines de semana en los que él debía sumergirse en el mar de la cotidianeidad de una familia que le empapaba hasta ahogarle.
Hace cuatro semanas que ha cambiado de oficina. Ahora está tan cerca de su casa que la gran distancia, que antes les acercaba, no le sirve ya de excusa para el encuentro... Rebelde, contra todo y más contra si mismo, intentó, en vano, no volver a verla. Al principio, se limitaba a cruzar la plaza despacio, sintiendo, más que sabiendo, que caminaba a varios metros sobre ella. Tan extraña sensación terminó por producirle una angustia que sólo lograba calmar al final de la jornada, cuando, disimulado en la cafetería vecina, la veía salir a la “superficie” . Hoy que sin embargo es él quien vuelve debajo del asfalto, lo hace al fin feliz, ya decidido. Ha doblado el papel cuatro veces, hasta hacerlo casi diminuto y lo ha guardado en el bolsillo del abrigo. Desde el principio de las escaleras mecánicas la adivina ya tras los cristales de la taquilla.
Susana lleva mechas de color castaño, y gafas de concha de color rojo (su amiga Clara le dijo que estaban de moda). Cuando se mira al espejo piensa que sus 62 kilos son ya difíciles de disimular bajo el uniforme del año pasado. Le da vergüenza hablar de eso con la encargada y ha decidido que será ella misma la que ensanche las costuras y alargue un poquito el bajo, sólo un poco, lo justo para sentirse cómoda sentada…¡son tantas horas en aquella silla! Mira el reloj. Como cada mañana desde hace tres años piensa en él. Hace un mes que no le ha visto. Las primeras semanas se angustió: ¿y si estuviera enfermo? ¿Y si no vuelvo a verlo más?. Ahora, tras tantos días de espera, se le ha instalado por dentro un ternura dulce; ya no está enfadada con ella misma por vivir así, pendiente, enamorada de un desconocido: el recuerdo de él ha llenado de sentido cada una de sus noches desde entonces y ha terminado por no pedir más, por sentirse, simplemente, afortunada.
Cuando ha sucedido, ha sido sin sorpresas, sin alborotos, como si los dos supieran que tarde o temprano pasaría. Por primera vez se han prendido sin esconderse, frente a frente, sus miradas. El folio, doblado en cuatro, ha pasado con facilidad a través de la abertura de la ventanilla. Ha podido ver sus manos finas y delgadas, manos de “señorito” que diría su amiga Clara. La nota está escrita a lápiz rojo y la encabeza un nombre: SUSANA.
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