(12 de febrero de 2012)
Creo, me parece, que suena el despertador. Intento incorporarme, extender el brazo hacia aquel invento diabólico (apuesto conmigo mismo a que ningún otro aparato le supera en la historia de los inventos en provocar tantos insultos). Después de pasarme toda la noche tosiendo y sin poder pegar ojo, ya casi al amanecer he conseguido caer en un sueño profundo, o más bien, para ser exacto, lodoso, porque a pesar de los esfuerzos que hago por levantarme e intentar impulsarme hacia allí arriba, hacia la luz de esta mañana también fría, no consigo mover ni un pie del fango de este sueño, que es pegajoso y absorbente como esas tiras de pegamento que veía colgadas de las lámparas de la cocina en las casas de mi pueblo.
Al final se me ha ido el complejo de mosca y he conseguido subirme en las zapatillas. Tengo tanto frío que tirito mientras la frente me está ardiendo. Hace frío en el baño, hace frío en el pasillo. Una casa fría por la mañana es como la huella en la almohada de aquella chica con la que quise hablar al amanecer y no esperó a que despertara. Una casa helada al empezar la jornada duele tanto que quisieras de nuevo meterte en la cama, ese regazo materno de algodón en el que uno se enrosca para olvidarse.
No me entra nada, así que no desayuno ni siquiera el café que supongo ha llenado con su perfume la cocina, supongo, porque el goteo de la nariz ha convertido el sentido del olfato para mí en un extraño.
Junto a la puerta de la calle, mi perro me mira de frente. Menea la cola y lanza dos ladridos, insiste con un tercero mientras ya salimos. Cuando me levanto el cuello del abrigo siento el ligero placer de haber violentado en algo a aquel temporal de viento.
El perro tira de la correa y soy yo el que le sigo. Simplemente me dejo llevar. Siempre me ha resultado fácil dejarme llevar.
En el despacho ya todos están trabajando. Ni levantan la cara de sus mesas. Lucía me espera junto a la mía con dos archivadores. Los oprime contra su pecho y al entregármelos abre los brazos como si me fuera a abrazar con ellos. No he hecho bien al retirarme, porque las carpetas se han abierto al caer y todo su contenido se ha esparcido por el suelo. Lucía y yo estamos todavía de rodillas juntando los expedientes cuando entra nuestro hosco y brusco jefe.
Tira tan fuerte de mí el perro que ahora ya no camino, corro. No entiendo cómo estoy de nuevo agarrado de su correa corriendo por unas calles que ni siquiera me suenan. Sí que sé que estoy perdido y sólo tengo el dogal del perro como amarre. Siento dolor en las palmas de las manos y como se me quema la piel por el fuerte tirón. Corremos como locos siguiendo a un perro, a otro perro, y luego a tres… cada vez más perros que perseguir, cada vez más rápido que correr. El viento consigue colarse por el cuello de mi abrigo y ahora es él el que se ríe a mis espaldas.
Quizás he tropezado, no me duele nada, pero siento como me caigo en el vacío, es un vértigo que me hace sacudirme entero, sacar violentamente los brazos de debajo de las mantas, agitar estremecido las piernas y abrir los ojos de repente, como quien da al interruptor de la luz sin avisar.
De pronto y sin pensar, siento que esa claridad tímida de la ventana es del atardecer, y soy consciente a la vez de muchas cosas: de que no tengo ningún perro, ni hace frío en casa; de que hoy es domingo y no hay ninguna Lucía que me quiera abrazar en mi oficina...
Mi mujer, sentada en el borde de la cama, da vueltas con una cucharilla al café azucarado. Mientras me cuenta que he dormido todo el día me ofrece la humeante taza, y yo, no puedo remediar estremecerme al ver las palmas de mis manos raspadas y enrojecidas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario