AMOR SOBRE EL ALAMBRE
(25 de marzo de 2012)
Yo de mayor voy a ser… fufunaaaambuliiiilililiiiisssstaa, creo.
Y como aquella palabreja la pronunciaba con su gracioso tartamudeo infantil, parecía no terminarla nunca, y cuando lo conseguía, siempre su final lo envolvían las risas y los besos de sus padres. Pronto decidió añadirle ese “creo”, más pequeñito, casi inaudible. Quizás era a modo de defensa o incluso puede que lo utilizara ya, sin saberlo a tan temprana edad, como perdón por decir algo que presentía no le iba a ser nada fácil conseguir... algo fallaba… el que se lo preguntaran tantas veces y siempre aquel jolgorio tras su respuesta debía de tener alguna trampa.
Sólo se ha enamorado dos veces en su vida. La primera vez fue de ese niño, el de los ojos tan azules y la sonrisa triste, que conoció por casualidad en aquel circo ambulante de la plaza. Durante semana y media se hicieron inseparables: él le enseñó al fin a caminar sobre el aire; pintó aquella línea en la acera y le avisaba si sus pequeños pies se desviaban un centímetro siquiera de la finísima cuerda imaginaria. Fue él, también, quien en voz muy bajita, casi a escondidas, le llamó por primera vez “artista” y le aplaudió cuando cruzó sin titubear aquella raya de tiza blanca: la espalda bien recta, brazos y rostro elevados hacia el cielo, los ojos brillantes por la emoción.
El último día y la despedida fueron de una tristeza que nunca había pensado que existiera. Vieron las tres funciones seguidas en silencio, cogidos de la mano y de la excitación de una huída que sabían que no podía ser. Aquella noche volvió a casa muy tarde y desde entonces las voces asustadas de sus padres no dejaron de repetirle la necesidad de olvidarse de los sueños infantiles y lo magnífica abogada que llegaría a ser. No recuerda que nunca más volviera a ningún circo.
Hoy ya hace tiempo que nadie le pregunta qué quiere ser de mayor. Sus tres niños están muy quietos en sus asientos. Nadie se mueve, se oye sólo aquel redoble del tambor que habla a los latidos… Sobre el alambre, el artista no mira al suelo hasta que no llega al extremo. Entonces, los focos iluminan su cara, suenan los aplausos y él encuentra sin buscarla su mirada como si fuera el auténtico final de aquel hilo transparente sobre el que han estado caminando ambos toda su vida.
La segunda vez que se ha enamorado, lo ha hecho de aquellos mismos ojos azules y de su sonrisa mucho más triste todavía.
A veces duele la vida de tanto querer vivirla, piensa mientras su hija pequeña la tira de la mano y le dice: ¡mamá, yo de mayor seré fufunambulistaaa!
Yo de mayor voy a ser… fufunaaaambuliiiilililiiiisssstaa, creo.
Y como aquella palabreja la pronunciaba con su gracioso tartamudeo infantil, parecía no terminarla nunca, y cuando lo conseguía, siempre su final lo envolvían las risas y los besos de sus padres. Pronto decidió añadirle ese “creo”, más pequeñito, casi inaudible. Quizás era a modo de defensa o incluso puede que lo utilizara ya, sin saberlo a tan temprana edad, como perdón por decir algo que presentía no le iba a ser nada fácil conseguir... algo fallaba… el que se lo preguntaran tantas veces y siempre aquel jolgorio tras su respuesta debía de tener alguna trampa.
Sólo se ha enamorado dos veces en su vida. La primera vez fue de ese niño, el de los ojos tan azules y la sonrisa triste, que conoció por casualidad en aquel circo ambulante de la plaza. Durante semana y media se hicieron inseparables: él le enseñó al fin a caminar sobre el aire; pintó aquella línea en la acera y le avisaba si sus pequeños pies se desviaban un centímetro siquiera de la finísima cuerda imaginaria. Fue él, también, quien en voz muy bajita, casi a escondidas, le llamó por primera vez “artista” y le aplaudió cuando cruzó sin titubear aquella raya de tiza blanca: la espalda bien recta, brazos y rostro elevados hacia el cielo, los ojos brillantes por la emoción.
El último día y la despedida fueron de una tristeza que nunca había pensado que existiera. Vieron las tres funciones seguidas en silencio, cogidos de la mano y de la excitación de una huída que sabían que no podía ser. Aquella noche volvió a casa muy tarde y desde entonces las voces asustadas de sus padres no dejaron de repetirle la necesidad de olvidarse de los sueños infantiles y lo magnífica abogada que llegaría a ser. No recuerda que nunca más volviera a ningún circo.
Hoy ya hace tiempo que nadie le pregunta qué quiere ser de mayor. Sus tres niños están muy quietos en sus asientos. Nadie se mueve, se oye sólo aquel redoble del tambor que habla a los latidos… Sobre el alambre, el artista no mira al suelo hasta que no llega al extremo. Entonces, los focos iluminan su cara, suenan los aplausos y él encuentra sin buscarla su mirada como si fuera el auténtico final de aquel hilo transparente sobre el que han estado caminando ambos toda su vida.
La segunda vez que se ha enamorado, lo ha hecho de aquellos mismos ojos azules y de su sonrisa mucho más triste todavía.
A veces duele la vida de tanto querer vivirla, piensa mientras su hija pequeña la tira de la mano y le dice: ¡mamá, yo de mayor seré fufunambulistaaa!
Acaso la vida no es eso , andar sobre la cuerda floja.
ResponderEliminarsaludos
uff... y luego está aquello de " choisir c'est renoncer!" ... ¡un problema para los que queremos apurar la vida hasta el último sorbo!
ResponderEliminarsalud y saludos Dámaso
"A veces duele la vida de tanto querer vivirla", de nuevo has dado en el clavo Anita, leyéndote esta mañana tontona de primavera ha venido a mí el recuerdo de mi niñez y he sentido nostalgia. Muchas veces me sorprendo queriendo amarrar el tiempo que se me escapa deprisa como caballo desbocado.
ResponderEliminarQue tengas una larga e intensa S. Santa. Besos. Teresa
Teresa, te leo justo cuando acababa de mandar la Albada de este domingo al periódico... curiosamente la protagonista se pasa todo el relato a caballo... ¡que curiosa coincidencia con la última parte de tu comentario!.
ResponderEliminarDisfruta mucho tu también,querida amiga. Muchos besos