CUANDO LA LLUVIA
(11 de marzo de 2012)
Echo de menos la lluvia. La lluvia vuelve los recuerdos blandos para que les sea más fácil colarse y empaparte el alma. A pesar de que estábamos de vacaciones y el verano estiraba de los días uno a uno hasta hacerlos interminables y felices, si llovía, mamá nunca nos dejaba salir a la calle. Tenía un miedo exagerado a los resfriados que ya le venía desde niña, de cuando le contaba su abuela que de seis hermanos que eran, cuatro se los llevó un destemple mal curao que les dejó una tormenta de agosto. Según mi madre, aquel mal en el pecho con una tos seca y continua, aquel respirar como de fatiga o sibilancia que siempre ha sido muy propio de nuestra familia cuando nos constipamos había que tomarlo como lo que era: un aviso. Y es que al final, a pesar de todas las friegas de sáuco que en aquella casa se dieron –que fueron muchas antes de la guerra–, a pesar de cerrar a las corrientes de aire cualquier mínimo resquicio, sólo salieron adelante la abuela y su hermano más pequeño, el tío Andrés, aquel viajero incansable, que aún aparecía de vez en cuando por la casa cargado de regalos maravillosos; extraños objetos traídos de países cuyo nombre no sabíamos pronunciar ni encontrar en la bola del mundo del despacho de papá, hasta que él, riendo y con paciencia de maestro, nos los iba señalando uno a uno, con aquellos dedos gordezuelos de manos que nunca trabajaron. Las increíbles historias de valientes exploradores, las intrépidas aventuras de bohemios viajeros amigos de nuestro viejo tío-abuelo acompañarían muchos de nuestros sueños en aquellas noches de verano.
Cuando llovía nos dejaban a los más pequeños (mis cinco primos, mis tres hermanos) jugando en la galería cubierta que bordeaba toda la fachada de la casa. Aquel enorme y soleado corredor tenía grandes ventanales con marcos de color azul y enfrente, en la otra pared, decenas de macetas colgadas con geranios blancos y fucsias, y de cuando en cuando, una pequeña tina en el suelo de donde brotaban los jazmines que endulzaban todo su aire. Olor a jazmín fresco de los días de lluvia en la vieja casa familiar. Perfume de la infancia.
Aguantábamos escasamente dos partidas a La Oca, quizás alguna más larga al Parchís, pero pronto nos cansábamos de aquellos juegos con normas para estar sentados, y nos íbamos cada uno por nuestro lado, haciendo de aquel gran pasillo colgado el escenario de nuestra imaginación.
La lluvia se escapaba por las canaleras rotas como cataratas, salpicando los adoquines y las jambas de las puertas. A mí me gustaba mirar aquellos charcos azules. En algunos, si quería el sol, a veces les nadaban arcos iris pequeñitos; otros, eran tan profundos que de ellos salían regatos violentos que arrastraban todo a su paso hasta sumergirse en torbellino dentro de la alcantarilla; en ellos, estaba segura, podrían nadar dos peces rojos como los del surtidor de la entrada. Recuerdo aquella gran bronca y que no me hubieran descubierto de no ser por el rastro de gotas de agua que salían del cuenco de mis manos, tan pequeñitas, tan apretadas llevando los peces… Devolverles un poquito al mar, no me sirvió de excusa para no quedarme sin paga tres domingos.
Por la calle apenas pasaba gente, de vez en cuando alguien debajo de un paraguas se aventuraba a ir hasta los soportales de la plaza. Allí se veían grupos de hombres con los cigarros en la boca: reían y hablaban al mismo tiempo. Estaban contentos, contentos de estar juntos una tarde de verano, contentos del sabor adormecido de la nicotina, contentos de sus cosechas y la lluvia.
Cuando me cansaba de mirarlos, probaba a hacer diana con el balcón de la casa de enfrente. Los proyectiles eran alguno de aquellos indios y vaqueros del fuerte que compartía con mis hermanos. No acertaba siempre. A veces se quedaban entre los huecos de las tejas, quietos junto a las acanaladuras, escondidos entre los líquenes y el musgo… Me imaginaba que desde allí nos vigilaban, que cuando nadie les veía sacaban sus cabecitas de plástico verde haciendo recuento de sus fuerzas (cada vez eran más sus efectivos en aquel universo del tejado naranja).
Al atardecer los mayores nos traían la merienda: para un día especial una merienda especial: chocolate caliente y aquellos bizcochos de la dolorcita, la vieja chacha de mi madre y de mis tías que siempre conocí viviendo con nosotros. Preparaban la mesa, y se estaba tan bien allí que todos decidían quedarse a merendar con nosotros en la galería, la lluvia fina salpicando los cristales de ventanas azules y el olor a jazmín. Muchas veces invitaban a alguna vecina, que pasaba a casa con su toquilla rosa sobre los hombros por que ya empezaba a refrescar, decía; incluso algunos amigos del papá: Don Tomás el farmacéutico, Don Joaquín el de la tienda de ultramarinos… o el que mejor me caía a mí, Don Luís, el veterinario al que yo solía acribillar a preguntas sobre cómo podría tenerse un caballo en aquella casa (el intento no me fue del todo bien… pero esa es otra historia.)
Echo de menos la lluvia. En los días de vacaciones en el pueblo, si llovía, y aunque mamá no nos dejara salir a la calle, el mundo venía a visitarnos.
Echo de menos la lluvia. La lluvia vuelve los recuerdos blandos para que les sea más fácil colarse y empaparte el alma. A pesar de que estábamos de vacaciones y el verano estiraba de los días uno a uno hasta hacerlos interminables y felices, si llovía, mamá nunca nos dejaba salir a la calle. Tenía un miedo exagerado a los resfriados que ya le venía desde niña, de cuando le contaba su abuela que de seis hermanos que eran, cuatro se los llevó un destemple mal curao que les dejó una tormenta de agosto. Según mi madre, aquel mal en el pecho con una tos seca y continua, aquel respirar como de fatiga o sibilancia que siempre ha sido muy propio de nuestra familia cuando nos constipamos había que tomarlo como lo que era: un aviso. Y es que al final, a pesar de todas las friegas de sáuco que en aquella casa se dieron –que fueron muchas antes de la guerra–, a pesar de cerrar a las corrientes de aire cualquier mínimo resquicio, sólo salieron adelante la abuela y su hermano más pequeño, el tío Andrés, aquel viajero incansable, que aún aparecía de vez en cuando por la casa cargado de regalos maravillosos; extraños objetos traídos de países cuyo nombre no sabíamos pronunciar ni encontrar en la bola del mundo del despacho de papá, hasta que él, riendo y con paciencia de maestro, nos los iba señalando uno a uno, con aquellos dedos gordezuelos de manos que nunca trabajaron. Las increíbles historias de valientes exploradores, las intrépidas aventuras de bohemios viajeros amigos de nuestro viejo tío-abuelo acompañarían muchos de nuestros sueños en aquellas noches de verano.
Cuando llovía nos dejaban a los más pequeños (mis cinco primos, mis tres hermanos) jugando en la galería cubierta que bordeaba toda la fachada de la casa. Aquel enorme y soleado corredor tenía grandes ventanales con marcos de color azul y enfrente, en la otra pared, decenas de macetas colgadas con geranios blancos y fucsias, y de cuando en cuando, una pequeña tina en el suelo de donde brotaban los jazmines que endulzaban todo su aire. Olor a jazmín fresco de los días de lluvia en la vieja casa familiar. Perfume de la infancia.
Aguantábamos escasamente dos partidas a La Oca, quizás alguna más larga al Parchís, pero pronto nos cansábamos de aquellos juegos con normas para estar sentados, y nos íbamos cada uno por nuestro lado, haciendo de aquel gran pasillo colgado el escenario de nuestra imaginación.
La lluvia se escapaba por las canaleras rotas como cataratas, salpicando los adoquines y las jambas de las puertas. A mí me gustaba mirar aquellos charcos azules. En algunos, si quería el sol, a veces les nadaban arcos iris pequeñitos; otros, eran tan profundos que de ellos salían regatos violentos que arrastraban todo a su paso hasta sumergirse en torbellino dentro de la alcantarilla; en ellos, estaba segura, podrían nadar dos peces rojos como los del surtidor de la entrada. Recuerdo aquella gran bronca y que no me hubieran descubierto de no ser por el rastro de gotas de agua que salían del cuenco de mis manos, tan pequeñitas, tan apretadas llevando los peces… Devolverles un poquito al mar, no me sirvió de excusa para no quedarme sin paga tres domingos.
Por la calle apenas pasaba gente, de vez en cuando alguien debajo de un paraguas se aventuraba a ir hasta los soportales de la plaza. Allí se veían grupos de hombres con los cigarros en la boca: reían y hablaban al mismo tiempo. Estaban contentos, contentos de estar juntos una tarde de verano, contentos del sabor adormecido de la nicotina, contentos de sus cosechas y la lluvia.
Cuando me cansaba de mirarlos, probaba a hacer diana con el balcón de la casa de enfrente. Los proyectiles eran alguno de aquellos indios y vaqueros del fuerte que compartía con mis hermanos. No acertaba siempre. A veces se quedaban entre los huecos de las tejas, quietos junto a las acanaladuras, escondidos entre los líquenes y el musgo… Me imaginaba que desde allí nos vigilaban, que cuando nadie les veía sacaban sus cabecitas de plástico verde haciendo recuento de sus fuerzas (cada vez eran más sus efectivos en aquel universo del tejado naranja).
Al atardecer los mayores nos traían la merienda: para un día especial una merienda especial: chocolate caliente y aquellos bizcochos de la dolorcita, la vieja chacha de mi madre y de mis tías que siempre conocí viviendo con nosotros. Preparaban la mesa, y se estaba tan bien allí que todos decidían quedarse a merendar con nosotros en la galería, la lluvia fina salpicando los cristales de ventanas azules y el olor a jazmín. Muchas veces invitaban a alguna vecina, que pasaba a casa con su toquilla rosa sobre los hombros por que ya empezaba a refrescar, decía; incluso algunos amigos del papá: Don Tomás el farmacéutico, Don Joaquín el de la tienda de ultramarinos… o el que mejor me caía a mí, Don Luís, el veterinario al que yo solía acribillar a preguntas sobre cómo podría tenerse un caballo en aquella casa (el intento no me fue del todo bien… pero esa es otra historia.)
Echo de menos la lluvia. En los días de vacaciones en el pueblo, si llovía, y aunque mamá no nos dejara salir a la calle, el mundo venía a visitarnos.
En aquellos tiempos nos dolía la lluvia con su encierro forzado, igual que ahora nos duele su ausencia.
ResponderEliminarsaludos
Saludos también para ti Dámaso. Estupendo tu blog (http://damasoaguilarfoto.blogspot.com/), fantásticas fotos. ¡Enhorabuena! Ana
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