Me confieso muy curioso y sobre todo perezoso, aunque parezca que en principio las dos cosas “no se llevan muy bien”. Me gusta remolonear en la cama (¡esos cinco minutos del “un poco más”!) hasta que me espabilo del todo, pero hoy me he despertado más confundido de lo que en mí suele ser habitual (¡soy de los que no son nadie hasta que no se han tomado un café, pero creo que esta mañana necesitaría más de tres tazas para sacarme de encima este aturdimiento!).
Mentiría si dijera que reconozco lo que veo enfrente: el pequeño escritorio, la estantería blanca repleta de libros, las flores del jarrón en la mesilla, el gran ventanal haciendo esquina. A través de las cortinas, blanquísimas también, entra claridad suficiente para poder distinguir la puerta de la habitación y otra, a la derecha, que supongo del baño. Una finísima tira de luz se filtra por debajo de esa puerta y me descubro de pronto oyendo el agua de la ducha a la vez que el precipitar de mi latido.
Me entra el pánico y me levanto de la cama casi de un salto para quedarme de inmediato quieto; mejor no hacer ruido e intentar pensar rápido… recordar… sí, mejor recordar deprisa, al menos antes de que cese de sonar la ducha y ese hilillo de luz se haga con toda la habitación y de paso conmigo dentro.
Me entra el pánico y me levanto de la cama casi de un salto para quedarme de inmediato quieto; mejor no hacer ruido e intentar pensar rápido… recordar… sí, mejor recordar deprisa, al menos antes de que cese de sonar la ducha y ese hilillo de luz se haga con toda la habitación y de paso conmigo dentro.
Empiezo a sentir algo parecido al abatimiento. Por más que lo intento no consigo saber en compañía de quién he pasado la noche ni cómo he amanecido aquí. Voy descalzo hasta mi ropa, colocada con esmero sobre uno de los sillones frente al escritorio. Discuto conmigo mismo si lo más conveniente para mi no sería vestirme y, al irme, hacer de este extraño despertar una simple anécdota que contar a los amigos. Pero no me decido: cautivo de mi imprudente curiosidad, aún estoy repasando los títulos de la estantería y aumentando el sobresalto al comprobar que están escritos en una lengua cuya procedencia no alcanzo a adivinar. Abro cajones, revuelvo papeles, lo que parecen cartas, recibos, notas, recuerdos, todo en aquel mismo lenguaje infernal. No entiendo nada.
Giro sobre mi mismo y al asomarme a la ventana me descubro habitante de un edificio de gran altura; a la gran avenida allá abajo y a la ciudad que se adivina al fondo, donde se hacen guiños los faros de cientos de coches y el amanecer, no las reconozco tampoco.
Ahora sí, ahora sí que me estoy vistiendo rápido, buscando acelerado los zapatos debajo de la cama, mi cartera segura en el bolsillo del pantalón, mi reloj sobre la mesilla… ¡La mesilla! Sobre ella están aquellas flores. Suspendida entre las hojas del ramo una tarjeta escrita con letra que reconozco al instante: para mi nueva vida, la única que me importará a partir de ahora, para…
Termino de leer las tres frases que le siguen —a cada cual más comprometida, más contundente, más decisiva— hasta el final de mi apasionada dedicatoria. Aquellas palabras, mis palabras, son al fin y al cabo lo único que he entendido de toda esta historia. Y me gusta lo que sugieren, me vuelve a poder ese querer saber.
Comprenderán entonces lo próximo que he decidido hacer: recogerme de nuevo en aquella desconocida cama y aguardar, esperar remoloneando, entregado a mi curiosa indolencia, a que cese el sonido de la ducha y se abra al fin la puerta aquella para saber como será, como es, mi nueva vida, la única que al parecer me importa.
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