(29 de abril de 2012)
Con los primeros calores y con el agua de abril, al final, el menguado jardín de su unifamiliar ha empezado a tomar color (las hojas de los árboles), olor (los lileros en flor) y también sonido. El sonido es el mismo de todas las primaveras, ese ir y venir pequeñito de alas transparentes, el zumbido violeta y amarillo de los insectos recién nacidos al sol. Quizás, así todo parece que vaya bien, que va como siempre: no han fallado la presencia de la esperada lluvia, la llegada de las golondrinas y de los acróbatas vencejos, los niños alborotados quedando con la merienda en el parque vecino (que olvidados ya los fríos y los abrigos), incluso alguna canción escapándose por la ventanilla abierta de cualquier coche de adolescentes que pasara por su calle… Miguel se agarra a esas vivencias para seguir diciéndose que las cosas “funcionan”, que son y serán como siempre. Lo necesita, le urge sentir que no todo se está derrumbando, que todavía hay retazos de la vida que no fallan, evidencias en las que se puede confiar.
Como tiempo es lo que ahora le sobra, se ha quitado el reloj de la muñeca para no contar las horas. Al atardecer, antes de tumbarse en la hamaca, se entretiene en regar su ya larga colección de macetas: geranios, fucsias, caléndulas y pensamientos, casi todas ya en flor. En una de ellas, precisamente en la de las fucsias que todavía tiene los largos cálices por abrir, ha descubierto el brillo azul oscuro de una libélula. Posada, quieta, brillante como un palito de regaliz que el azar hubiera olvidado allí, los enormes globos que envuelven la mirada facetada se han girado hacia él.
El insecto ha cogido la costumbre de pasar los largos días junto a Miguel. Él, envuelto en la hamaca, parece una crisálida a rayas azules y blancas. Ninguno de los dos se mueve, sólo se miran. La libélula piensa en posarse en su hombro, tal vez probar a besarle. Miguel piensa si se estará volviendo loco.
Desde la casa vecina se oyen las noticias en la radio: cinco millones y medio de parados. Uno de mayo.
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