(23 de septiembre de 2012)
Es que nunca me pasaba nada. El cuaderno que compré hace una semana, sin embargo, ya está casi lleno, no le quedan apenas hojas blancas. A mí es que lo de escribir a mano siempre me ha gustado mucho, que para hacerlo en ordenadores ya lo he hecho en la oficina de ocho a tres todos los días durante muchos años.
Desde pequeña disfruto escribiendo; lo hago despacio, extasiándome en cada trazo, dejando el espacio justo entre palabra y palabra, entre frase y frase. Mi letra es menuda y redonda, nunca dejo una “o” sin cerrar ni una “i” sin su puntito, tampoco abuso de los adornos para las mayúsculas, me parecen una floritura innecesaria.
-¡Se te entiende todo muy bien! ¡Es la letra más clara de la clase! eso me dijo la profesora de Segundo. Pese a la protesta de algunas compañeras (¿envidiosas?) ya no hubo más que hablar, se decidió así y desde entonces fui yo la que cada mañana, antes de que el resto de niñas entraran en clase, copiaba en la pizarra la muestra de caligrafía de ese día. Era el honor mayor que cualquiera hubiera querido tener en la clase de Segundo, y… ¡era mío! Consciente de mi importancia me daba prisa para llegar la primera al colegio, además no quería cruzarme con otros alumnos ni con ningún otro profesor por los pasillos (siempre he sido muy vergonzosa). Ella, sin embargo, siempre estaba ya allí, trabajando en la mesa de su despacho; que yo recuerde no faltó ningún día aquel curso, ni yo tampoco, claro. Sonriente, cada día me alargaba una nueva frase para que la copiara en el encerado y me despedía con otra sonrisa, mientras yo apenas acertaba a responderle con un “gracias, profesora”.
Creo que con diferencia aquel fue el mejor año de mi vida. Nunca más me sucedió ser la elegida para nada. La verdad es que, como les digo, nunca me pasaba nada. La vida siempre ha sido para mí un espectáculo en el que no he tenido ningún protagonismo; la vida o la no-vida que he llevado me ha convertido en lo que soy: una simple espectadora, una observadora o, si prefieren ustedes llamarlo de otra manera, una fisgona.
Pero no se equivoquen al juzgarme que yo nunca me metí con nadie; siempre he sido una hormiguita, de casa al trabajo y del trabajo a casa. Después, eso sí, me encierro entre estas cuatro paredes de mi cuarto y “observo” mientras escribo. En él, en mi cuarto, jamás ha entrado nadie. En ella, en mi casa, solamente mis dos gatos y yo. Afortunadamente, las ventanas son grandes y los tabiques muy delgados; afortunadamente, también, los vecinos de hoy en día gritan mucho más que los de antes, parece que no les da vergüenza que todo el barrio se entere de lo agrio de sus disputas, de la locura de sus amores. Es una suerte, ya les digo, porque me entero de “todo” y es que a “todos” les suceden “cosas” menos a mí. Porque a mí pasarme, lo que se dice pasarme, nunca me ha pasado nada desde aquel curso de Segundo.
Por eso, ahora, no entiendo lo que pasa. No comprendo a qué vienen tantas fotos como me están haciendo. Tampoco que haya gente en mi habitación husmeando entre mis cosas. No sé por qué esos hombres de uniforme me están llamando pobre vieja ni por qué han sacado del armario mis cien cuadernos repletos de muestras de caligrafía infantil. Y lo que más siento de todo, perdonen mi sinceridad, es que me hayan puesto esta sábana cubriéndome la cara. Para una vez que vuelvo a ser protagonista y no me dejan verme… ¡a mí, qué nunca me pasaba nada!
No hay comentarios:
Publicar un comentario