EL MÓVIL
(17 de marzo de 2013)
No lo pude evitar y sonreí al encontrarlo. Ella debió de perder el móvil el sábado al mediodía, justo cuando el parque está más lleno de gente y la cerveza endulza con unas gotas de locura la sucedánea libertad de cualquier fin de semana. Digo bien “ella” porque desde el primer momento estuve convencido de que el teléfono que me había encontrado bajo aquel banco pertenecía no a un “él” si no a una indiscutible “ella”.
Según mis cálculos o llámenlos, si quieren, deseos, el aparato “debería” pertenecer a una mujer que desde luego sería joven pero no una cría, bastante guapa (¿por qué no? yo soy de los que tienen comprobado que, al contrario de lo que nos ocurre a los hombres, en cualquier grupo de mujeres elegido al azar siempre la mayoría son guapas, mientras que entre nosotros los feos nunca somos excepción) y –continuo describiéndoles a mi desconocida – tendría un gusto delicado, sutil, y el suficiente dinero o “influencia” como para poseer uno de los móviles más caros del mercado.
La funda, como el propio teléfono, era de un exquisito color rosa-palo (evidentemente hechos ex profeso) y ambos tenían las iniciales S.S. (en el estuche estaban tachonadas con esos cristalitos “swarovsnoseque” tan de moda ahora, mientras que en la tapa sonrosada del interior, las sibilinas letras aparecían grabadas en oro justo a la altura de mi pulgar). Por un momento, las doradas eses brillaron en mi mano como dos pequeñas serpientes, no sabía bien si amenazantes o simplemente tan hipnóticas como la inefable Kaa del Libro de la Selva de mi infancia.
Esa tarde volví al parque. Tenía la seguridad de que ella acudiría y que yo podría ofrecerle su brillante móvil como el trofeo de un héroe antiguo que se ha merecido su princesa. Aún desde lejos, cuándo la vi sentada en el mismo banco, me di cuenta de que no me había equivocado, ¡qué tenía los ojos más bonitos que jamás había visto!, ¡qué sus piernas eran una marea deliciosa en la que perderse!… pero “ella” lloraba. Lloraba con una terrorífica tristeza, vencida por un profundo dolor que en ningún caso explicaba la pérdida del dichoso móvil por muy lujoso “rosa-palo” que éste fuera; la envolvía una pena que, desde luego, yo no había incluido entre mis fabulaciones ni mucho menos dentro de mis planes de futuro. Sin acercarme más, di la vuelta y me fui de allí. Tiré las “preocupaciones” con forma de áureas eses en la primera papelera que encontré. Y es que… si me descuido un poco… casi voy y… ¡me enredo yo solito la vida!
Ya cerca de casa recordé a tiempo que esa tarde echaban por la tele un buen partido; avivé el paso y, sin poderlo evitar, de nuevo sonreí.
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