EL PRECIO DE LA AMABILIDAD
(21 de julio de 2013)
Blas Martínez deja la azada en el suelo, se seca el sudor de la frente y mira hacia el cielo. El sol de media mañana, todavía suave, le da directamente en los ojos. No hay nubes, ni señales de que otra tormenta de verano henchida de granizo vaya a vaciarse sobre sus lechugas, espinacas y tomateras. Sonríe. Todo parece marchar muy bien, al menos placidamente, como su vida. Oye que le llama Rosa; le hace señales con la mano desde la puerta de atrás, la que da directamente a su terreno, antes yermo, ahora convertido en un vergel (al menos eso era lo que le decía su mujer que no paraba de cocinar verdura).
No es la hora de comer, quizás le esté avisando de una visita o de una llamada de teléfono, piensa. Reciben a poca gente: no hace mucho que se ha jubilado y los conocidos todavía no se han enterado de que ahora están viviendo en el pueblo.
El vecino de al lado, Juan Izquierdo, habita una nueva y gran casa de piedra. Es mucho más joven que el señor Martínez; tanto que no se le hace cuesta arriba coger todos los días el coche y enfilar la carretera hacia su trabajo en la ciudad.
Su mujer ya le ha ofrecido un vaso cuando Blas le estrecha la mano. No daré muchos rodeos. Te lo pediré muy francamente, y si puede ser, pues, ¡estupendo!, le dice después de dar un sorbo a la cerveza; y aquel “francamente” del vecino, más que dar confianza, asusta un poco al jubilado.
Necesitaba una parte de aquel trozo inútil del terreno de su casa (lo llamó “inútil” no huerto) para que jugaran sus hijos. Y era cierto, se dijo Blas: aquel vecino suyo había mandado construirse una casa tan grande que apenas les quedaba espacio para la piscina hinchable de los niños o para que la familia pudiera sentarse al atardecer bajo el porche de aquella absurda entrada coronada por un arco isabelino.
Les prestarían, sí, parte de su huerto para que los chicos pudieran disfrutar y jugar al aire libre. Él renunciaría a unos cuantos caballones para que pudieran instalar el columpio allí. No importaba, precisamente ya estaba a punto de recoger las judías… simplemente dejaría de plantar en esos surcos aquella temporada. No cuesta nada ser amable, le dijo, ya a solas, a su mujer.
Costar, lo que se dice costar, estarás de acuerdo conmigo, Blas, que a nosotros nos ha costado bastante, le dijo mucho tiempo después Rosa. Sobre todo si te encuentras con caraduras como el “franco” señor Izquierdo, prosiguió mientras cogía el capazo de la compra. Me voy al mercado, a ver si compro algo de verdura para cenar, le gritó ya desde la puerta.
Cuando Blas Martínez se queda solo, descorre el visillo de la ventana y suspira: nadie hubiera dicho que en aquel gran trozo encementado, en otro tiempo, había existido un cuidado y hermoso huerto, su huerto. Las motos de los hijos del vecino, la barbacoa donde los domingos celebra su picnic el vecino y también los amigos del vecino, la mini-cancha de baloncesto y de tenis, ocupan ahora todo, se dice, mientras levanta la mano y saluda a través de los cristales. Fuera, Juan Izquierdo, le contesta el saludo rápidamente y por supuesto con mucha “franqueza”, mientras se sube al coche aparcado donde antiguamente se criaban filas y filas de verdes lechugas.
En silencio, Blas le da la razón a su mujer: el precio de la amabilidad con algunos individuos puede llegar a ser muy alto
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