EL REMO
(4 de agosto de 2013)
La mañana estaba fría
cuando saltó dentro de la barca. Sólo de
un vistazo la cara azul del mar le confesó al pescador tantas cosas que a punto
estuvo de dar media vuelta y volverse. Blanca y pequeña, como el diente de
leche de un niño chico, su casa aún se
divisaba junto a la orilla; pero no
quiso escuchar: la llamada añil era tan fuerte, tan hermosa que sus brazos
remaron más rápidos aquel día, y aquel día también, pese a las aguas inquietas,
la pesca fue abundante y fácil.
La tormenta anunciada se
desató al atardecer. Comenzó como siempre empiezan las más terribles de las
tormentas en el mar: apenas unas gotas cayendo a ritmo lento y esa tranquilidad mentirosa
extendiéndose por toda la superficie del agua, extrañamente sin olas. Era un desasosiego calmo, como si toda la
vida estuviera estancada dentro de un inmenso recipiente en equilibrio,
a punto de rodar y romperse en mil
pedazos.
Un poco antes de que media
docena de delfines danzaran frenéticamente junto a la barca, el pescador ya
había recogido las redes y comenzado a remar hacia la costa.
Entonces sucedió. No sintió
horror ni miedo, tan sólo un atronador
torbellino que le arrancó violentamente hacia el cielo. Después, la oscuridad y de
nuevo aquel silencio húmedo y blando.
La arena le cegaba los ojos y
la sal le escocia en la garganta. Cuando se sobrepuso al dolor, se vio a si mismo varado sobre la playa. De su
barca no quedaba más que un remo
que aún sujetaba entre sus puños; de su
casa frente a él, tan blanca y tan pequeña como la sonrisa de un niño, sólo se
veían ruinas.
Furioso, se encaró al océano
y alzó el remo amenazante: ¡Maldito mar, qué me has quitado todo lo que yo
tenía! ¡Juro que nunca más volveré a verte! ¡Me marcharé lejos, allá donde tú no estés, dónde nadie haya visto
tu belleza traicionera! ¡Encontraré un lugar en que ni siquiera sepan para que sirve este remo!
En la búsqueda de su nuevo
hogar, el pescador visitó remotas aldeas
y en todas ellos preguntaba mientas
enseñaba su viejo remo: ¿Sabes para que sirve esto? ¿Sabes, acaso, como se
llama? Nunca obtuvo un no por respuesta, sólo el asombro de todos los
desconocidos que encontraba. ¡Pero si tú
eres pescador! ¿Por qué nos preguntas eso?, le decían extrañados. ¿Cómo,
si tu vida es el mar, pretendes olvidarte
de ella? , le contestó un día un anciano. ¿Acaso quieres perderte a ti
mismo? ¡Piensa que por mucho que te alejes siempre llevarás en ti lo que tú
eres!, le aseveró seriamente.
Pero el pescador era pertinaz.
Decidido, seguía recorriendo centenares
de caminos, hablando con nuevos hombres
y mujeres, aunque nunca conseguía perder
el rastro del mar ni de su oficio.
Después de años de indagaciones y andaduras llegó a los pies
de una gran montaña. Nadie vive arriba,
le dijeron en el valle. El pescador cansado de no encontrar quien no supiera para lo que servía su remo
decidió irse a vivir allí, solo, alejado de todo y, sobre todo, del ingrato mar.
La montaña, alta y poderosa, le fue acogiendo en sus
entrañas a medida que avanzaba hacia la cumbre. Dejo atrás robles, hayedos,
pinos… avanzó entre los olorosos matorrales de las frías praderas. Luego pisó la nieve y oyó el grito
de las águilas. Su corazón, palpitaba al
compás del esfuerzo.
Tras el último repecho,
cuando por fin se irguió para respirar junto al borde de la cima, el pescador se quedo petrificado. Frente a él
y mucho más allá de lo que la vista le alcanzaba
¡todo el horizonte era mar!, ¡su dulce y azulado mar!
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