(15 de septiembre de 2013)
Los libros. Recuerda que le gustaba mucho el día en que compraba los libros de los niños. Todos los años para estas fechas… llegar a casa y extenderlos sobre la mesa… abrir los plásticos, forrarlos, ponerles el nombre… Le encantaba su olor. A aquel aroma del papel nuevo encolado y de la tinta fresca se unía también el disfrutar ojeándolos y entretenerse mirando las vistosas ilustraciones. Eran libros bonitos los de sus hijos. Los que tenía ella de pequeña no lo eran tanto pero también recuerda el mismo “vivificante” perfume unido al cosquilleo en medio del estomago mientras los colocaba en la cartera. Esa inquietud difusa que producen todos los comienzos: estreno de la caja de “alpinos” (como flechas multicolores todas sus minas afiladas), goma blanca con olor a nata y sacapuntas de metal en el flamante estuche, cuadernos azules de espiral… reencuentro con los amigos… conocer (porque quizás ese año sí tocara cambio), al nuevo profesor, tener distinto compañero de pupitre… sentirse “muy, muy mayor” al salir al patio del recreo por “ser de segundo ya”… Todo un mundo nuevo por estrenar dentro del abrazo seguro que daba la certeza del camino marcado, del recorrido aprendido por lo cotidiano: un nuevo curso siguiendo al anterior y que precedía al que seguiría después. Mayores y niños repitiendo con distintas huellas idénticos pasos de la vida.
El patio del colegio. Siempre ha vivido en frente (el negocio familiar en la planta baja, la vivienda arriba). El patio del colegio donde jugaban sus hijos es el mismo que en el que ella jugó. El rincón donde se juntaba el pequeño grupo de las “más amigas” para comerse el bocadillo estaba casi igual: bajo el castaño sólo un banco de madera blanca había sustituido a la vieja grada de piedra en el que se sentaban muy unidas las cabezas (olor de colonia infantil, apenas cabían las cuatro).
Al principio los nietos también habían jugado en el mismo patio. Y ella, como lo hizo con sus hijos, se había escapado un momento de la tienda para verles desde fuera de la verja a la hora del recreo. Siempre iba con prisas (un horno lleva mucho trabajo, mucha dedicación) pero nunca dejaba de ir a verlos.
La abuela. ¡Eres una abuela moderna! le escribe en el wassap su hija mayor cuando le cuenta que se ha matriculado en un curso a distancia de alemán. Lo cierto es que ahora que ha cerrado la panadería tiene todo el tiempo del mundo para ella. Ya no le haría falta escaparse y cruzar corriendo la calle (¡tan sólo cinco minutos!) que le separa de la escuela. Claro que de aquello ha pasado mucho tiempo. Raúl, el más pequeño de los nietos, lleva más de dos años en Frankfurt trabajando. Por quedarle no le queda en el pueblo ningún nieto. Por no quedarle tampoco tiene ya ni la algarabía del patio a la hora del recreo. Frente a las persianas echadas de su tienda la escuela permanece silenciosa y quieta. Este año la han cerrado definitivamente. Ya no hay niños en el pueblo, dice el alcalde.
El banco. Desde su casa ve el pequeño banco, más vacío y blanco que nunca. Quizás en otoño lo abriguen las hojas del castaño.
Preciosa albada, querida Ana.
ResponderEliminarCon el bullicio del inicio de curso me había saltado esta albada y ahora rescatada me ha emocionado mucho leerla y revivir tantos recuerdos tan distantes y tan parecidos... mi casa del pueblo también estaba y está frente al patio de recreo del colegio.
Yo aun forro libros, los de mi hija, libros de medicina que ella cuida con esmero y su madre le forra con cariño. Besos. Teresa