CONCIERTO
(1 de septiembre de 2013)
A las ocho de la mañana el pueblo duerme todavía. O al menos lo parece. Subiendo al palacio sólo se cruza con una pareja de turistas alemanes que le preguntan, en un español más que aceptable, a qué hora se abre el museo y dónde podrían tomar un café. Todo está cerrado, incluso el horno de la panadería de Lucía tiene las persianas echadas.
A medida que deja atrás las empinadas cuestas y llega a lo alto, oye de nuevo (como perdida) alguna nota, algún arpegio sofocado y, más fuerte, los gorjeos alegres de las golondrinas. El verano termina y están inquietas por comenzar el largo viaje. Ella también está nerviosa: hoy es su último día y pretende volar, al fin, muy lejos.
Antes de girar la llave se vuelve para contemplar el pueblo que a esas horas siempre le recuerda a un perro dormido enroscado a los pies del imponente edificio del XVI que lo corona.
“Según el cálculo efectuado por Josef Heinz Eibl, de los treinta y cinco años, diez meses y nueve días (=13.097 días) de su vida, Mozart pasó diez años, dos meses y ocho días (=3.720 días) viajando”
La frase, escrita en la pared en letras grandes de hermosa caligrafía, es lo primero que se ve al entrar en el edificio. Está pintada justo encima del mostrador donde ella informa y vende las entradas a la exposición (no podría nunca llamarse museo aunque así lo anunciaban los folletos de la localidad). Cuando Aurora se sienta, sobre su cabeza también se puede ver una magnífica reproducción de un retrato de Wolfgang Amadeus Mozart, el de Barbara Krafft de 1819 del que se dice que es una de las representaciones más fiables.
La frase, escrita en la pared en letras grandes de hermosa caligrafía, es lo primero que se ve al entrar en el edificio. Está pintada justo encima del mostrador donde ella informa y vende las entradas a la exposición (no podría nunca llamarse museo aunque así lo anunciaban los folletos de la localidad). Cuando Aurora se sienta, sobre su cabeza también se puede ver una magnífica reproducción de un retrato de Wolfgang Amadeus Mozart, el de Barbara Krafft de 1819 del que se dice que es una de las representaciones más fiables.
Vestido con una elegante casaca roja con rebordes plateados y pañuelo inglés de puntillas al cuello, la mirada del alegre genio se dirige directamente a cada uno de los visitantes que cruza la puerta. Sobre la pálida tez del delgado rostro, los ojos de un azul intenso se apoderan del que entra. Esa mirada vibrante no se separará de él durante toda la visita (hay muchos más cuadros del compositor en cada una de las estancia) y cuando horas después el visitante se toma un vermut con aceituna en la plaza del pueblo, parece que el bueno de Mozart ha bajado tras el turista las empedradas cuestas y todavía siguen en alegre compañía. Tal es su intensidad.
Aurora no sólo vende entradas e informa, también se ocupa de mantener aquello limpio; es señora de la limpieza, recepcionista y guía del museo a la vez. Es también restauradora, investigadora y guardia de seguridad. Allí es todo ella; en realidad, allí sólo trabaja ella.
En aquel alcor perdido entre páramos y campos agostados, en aquel edificio de estilo plateresco dedicado al músico austriaco la realidad es tan sorprendente (¿o mejor llamarla absurda?) que aún después de los treinta años que lleva entre sus paredes llenas de las miradas claras del músico y vitrinas con sus “certificados” objetos personales (un peine, un gabán pardo a la última moda francesa, una casaca de paño azul con piel, una camisa de dormir y cinco pares de medias, papel pautado, una pluma, una bola de billar…), cada mañana, antes de entrar, tiene que volverse a mirar al pueblo para no perder poco a poco la cordura.
En aquel alcor perdido entre páramos y campos agostados, en aquel edificio de estilo plateresco dedicado al músico austriaco la realidad es tan sorprendente (¿o mejor llamarla absurda?) que aún después de los treinta años que lleva entre sus paredes llenas de las miradas claras del músico y vitrinas con sus “certificados” objetos personales (un peine, un gabán pardo a la última moda francesa, una casaca de paño azul con piel, una camisa de dormir y cinco pares de medias, papel pautado, una pluma, una bola de billar…), cada mañana, antes de entrar, tiene que volverse a mirar al pueblo para no perder poco a poco la cordura.
La cordura y sobre todo la ilusión. La ilusión que le llevó a encerrarse en el viejo palacio recién licenciada, cuando creyó al viejo conde loco de su pueblo, último descendiente de un apellido tan orgulloso como ilustre; arruinado y desahuciado, un borracho que en su delirio le confesó la existencia cierta de cartas y partituras escondidas. Cartas de antepasados que hablaban de la visita de incógnito del honorable Mozart a España, de cómo cayó enfermo y de que en aquel palacio encontró el cobijo y el cuidado de sus “ilustrados” parientes. Que hallaría pruebas en la correspondencia privada de los antiguos propietarios del palacio, le dijo; que allí, olvidadas por “el genio” convaleciente y la desidia de los herederos, se escondían las partituras originales de dos sinfonías y una opera entre los miles de legajos amontonados en los desvanes de la ruinosa mansión.
Ese fue su secreto entonces y ahora. La razón de haber pasado allí horas y horas encerrada más de treinta años.
-El museo está lleno de recuerdos de nuestro insigne compositor, explica Aurora con una sonrisa profesional a los turistas alemanes que acaban de entrar. Desde hace muchos años la familia dueña del palacete, amante de la música y admiradora incondicional de Mozart, ha venido reuniendo una extraordinaria colección de objetos sobre el compositor. Mientras su fortuna se lo permitió pujó en todas las subastas de Europa para conseguirlos y el resultado es la excelente muestra que hoy pueden ustedes admirar aquí. Aurora vuelve a sonreír y les indica que pasen a la siguiente habitación donde un pianoforte de madera de tilo, que otrora fuera propiedad del músico, preside la estancia…
Al anochecer, cuando coloca la llave en el portón del palacete, le parece volver a oír las teclas del pianoforte. Los acordes se silencian un poco cuando cierra la puerta y desaparecen por fin al terminar de bajar la primera cuesta. Las golondrinas siguen bordando sus sonoros bucles azules sobre el pueblo y al llegar a su casa ya sólo las oye a ellas.
Suspira aliviada, se tapa los oídos con las manos sudorosas… ¡mejor así!, ¡mejor no oír! ¡No soportaría que Mozart bromeara de nuevo otra vez con ella! ¡Ahora que se jubilaba y abandonaría por fin aquel trabajo absurdo, aquel pueblo ruinoso!
Aurora cierra los ojos y prefiere soñar que viaja: sabe que cuando amanezca no podrá dejar atrás las notas de una maravillosa sinfonía que la encerrará definitivamente para siempre y de nuevo en aquel caserón encantado.
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