Albada 275


UNA SEMANA
(15 de enero de 2012)


La noche es fría. Pequeños cristales de nieve cruzan veloces el trasluz de las farolas. Despiadado, el viento los arrastra hasta las suaves mejillas de los niños, les azota el trocito de cara enrojecida que se asoma entre la lana de gorros y bufandas, se cuela por los tobillos convirtiendo en involuntarios bailarines los helados pies.

La cafetería es el refugio; está caliente y llena; a duras penas ha conseguido hacerse con dos sitios en una de las mesas junto a la puerta. Hay mucha confusión allí, mucho barullo; la gente no para de entrar, se saludan efusivamente unos a otros y se hablan a gritos como si no tuvieran cosas importantes que decirse. Muchos salen dejándose la bebida a medio terminar: son las prisas, piensa. Sin embargo, observa que son los niños los que más impaciencia llevan, los que tiran de la manga de sus padres y los sacan de allí vencidos, casi en volandas, como si aquella noche, súbita y milagrosamente, hubieran adquirido una fuerza sobrehumana y los mayores fueran tan maleables y dóciles como sus juguetes.

Mi querida señora, siéntese aquí, le dice levantándose. Todo ha sucedido rápida e inesperadamente: se le ha ocurrido de pronto ofrecerle su asiento a aquella desconocida. Ha sido al verla entrar y quedarse quieta junto a la puerta con el niño de la mano –tan frágil, tan bonita– en medio de toda aquella algarabía, ni siquiera lo ha pensado dos veces. Es algo más que la simple galantería que antaño le enseñaron, lo ha comprendido enseguida al notarse aquel –¡hace tanto tiempo olvidado!– cosquilleo en el estómago. Siéntese usted, por favor, vuelve a decirle, esta vez turbado, y le señala la silla mientras en la otra, la pequeña Jimena observa al abuelo y a los dos nuevos invitados encantada por la novedad.

Y es así como ella, sentada con el nieto sobre el halda, y él, de pie con la nieta de la mano, se miran a los ojos por primera vez; y es así, también, como si ya lo hubieran hecho siempre, –¡ese desde siempre!–, como si nunca hubieran sido extraños. Septuagenarios enamorados, tic-tac, la felicidad llamando, tic-tac… el compás del corazón es el único reloj que marca aquel instante y el resto, cotidiano y habitual, es tan sólo un borroso boceto de la vida.

Corre la voz de que la cabalgata está ya muy cerca, que casi llega al principio de la plaza y hay desbandada general. El abuelo termina deprisa de abrochar el abrigo de Jimena mientras la reencontrada coloca los guantes a su nieto. Salen los cuatro, juntos, a la calle. Ha amainado el viento y ahora la nieve cae densa y despaciosa: cuaja sobre los tejados en silencio, creando deformes muñecos de nieve sobre las chimeneas frías.


Hija, me entretuve, no cogí ni uno este año, dijo en casa cuando le preguntaron por la tardanza y por los caramelos. Mi padre está cada año más mayor, más distraído, comentaría a solas aquella noche la hija al marido.
Hay dos cosas buenas que alguna vez traen los regalos de Reyes: una, que los hay tan hermosos que no necesitan envolverse porque están dentro del corazón, y otra, que nunca hay fecha de caducidad para recibirlos.
La nieve bajo el sol hace más clara la mañana. En la cafetería, de nuevo vuelta a la tranquilidad, ella le sonríe mientras él le ofrece la silla: Mi querida señora, siéntese a mi lado, por favor. Sucedió hace poco, apenas una semana
.

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