Albada 276





(J.Carelman, Cafetera para masoquistas)


OBJETOS COTIDIANOS
(22 de enero de 2012)
Según consta en el informe judicial, al principio, ni el consistorio ni la comisaría relacionaron los hechos. A pesar de q
ue éstos se fueron sucediendo con una concatenación y una frecuencia preocupante, no hubo nadie que se percatara de que aquellos acontecimientos podían tener alguna conexión y mucho menos una misma autoría. Simplemente se habló de mala racha. El único vínculo que la policía dedujo, cuando a mediados de enero el alcalde la convocó alarmado, fue que todo aquel dislate siempre se había producido en la maquinaria nueva, y que se tenía la absoluta certeza de que no había sido consecuencia de fallo humano alguno: “cuando aquellos percances ocurrieron se comprobó que siempre se había venido actuando según las instrucciones de manejo de cada material o instrumento”, terminaba diciendo el documento.
Los primeros en quejarse fueron los ancianos del recién inaugurado centro de día municipal “Tu Paraíso Dorado”. Coincidiendo
con el nuevo año el estreno del tantas veces demandado local les hizo prometérselas muy felices a los jubilados, pero poco pudieron disfrutar de la paradisíaca novedad: apenas transcurrida una semana la calefacción se vino a bajo y ya no volvió a funcionar. Un penoso frío se apoderó de las prometedoras instalaciones y sus inquilinos las abandonaron sin pensárselo dos veces: ¡mejor seguir sin tener nada y continuar jugando la partida, calientes, en el bar de siempre que tener una hermosa pulmonía!, dijeron. A las preguntas del juez, el técnico declaró que le fue imposible descifrar en las enrevesadas instrucciones de la nueva caldera la manera de encenderla (ni él, ni los otros cuatro técnicos que fueron avisados, uno tras otro, ante el fracaso de los anteriores).
Pese a que el caso del centro de día fue ampliamente recogido, y ciertamente (como se quejaría luego el alcalde) tratado con alg
o de ensañamiento por la prensa local, el segundo suceso fue mucho peor o al menos mucho más sonado: por lo pronto hizo despertarse y poner el alma en vilo a toda la población. Como coordinadas por mano invisible –que no angelical– todas las campanas de la ciudad en las que se había recientemente instalado un moderno sistema robotizado, comenzaron a sonar a rebato desde mucho antes del amanecer. Desde el panel general de mando no hubo forma humana de conseguir callarlas. El motor, la transmisión al yugo de las correas... todo parecía estar de acuerdo con el manual, pero nada, sin embargo, respondía a la lógica. El concierto a esas alturas (ya bien pasada la tarde) se estaba convirtiendo en un estruendo más parecido a las trompetas del Apocalipsis anunciando la apertura del séptimo sello que a un dulce campanilleo. Ante la alarma general y la desesperación del alcalde se procedió a trabar con vigas de hierro cada una de las “inquietas” campanas, con el consiguiente riesgo de los operarios.
Después vino lo del brazo oscilante de los camiones de basura, las células fotoeléctricas de las farolas de la avenida, los relojes de los parquímetros y los LED de los semáforos de la entrada… todos fallar
on: pese a ser nuevos y ser programados correctamente según sus indicaciones.
La ciudad estaba inmersa en la ofuscación y el caos. Para cuando el jefe de policía comenzó a atar cabos ya se sabía que esos pequeños desastres con las cosas cotidianas –como los calificaban desde el consistorio para quitarles importancia– se estaban produciendo no sólo en el patrimonio municipal sino también en todos los domicilios: cientos de objetos, regalo de las
últimas fiestas, (cafeteras, móviles, ipads y tablets, maquinillas de afeitar, secadores, tostadoras…) estaban inutilizados, muchos de ellos no habían podido ni siquiera estrenarse porque ya no funcionaron desde el principio.
En la vieja imprenta, vistas a través de la ventana esmerilada, las idas y venidas de su silueta –alta y desgarbada– nunca despertaron sospechas a los vecinos; parecía trabajar sin descanso movido por una prisa y un afán de laboriosidad encomiable. Mientras a su alrededor las máquinas continu
aban sin descanso “vomitando” más y más escritos, el impresor doblaba cuidadosamente pequeños papeles a modo de prospecto, grapaba hojas formando cuadernillos que semejaban folletos.
Detrás de él, ocultas tras la puerta cerrada del almacén, miles de instrucciones de uso –las auténticas, las que no estaban trucadas con errores, ni mutiladas, ni con el añadido de peligrosas apostillas– llenaban
filas y filas de bolsas de basura.
Las nuevas sirenas del coche patrulla no sonaron cuando éste se detuvo ante la puerta del taller.














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