(10 de junio de 2012)
Adela, divorciada, 58 años, sana, alegre, rellenita pero poco, gustos sencillos, ojos claros, a pesar de todo, todavía, creyendo en el amor, si eres responsable, formal, con trabajo,fiel, para formar pareja estable. Abstenerse relaciones esporádicas.
Le costó mucho redactar el anuncio. Decidirse, dejar de tachar y volver a rehacer: se pasaba de palabras, se dejaba algo… o lo que ponía no le gustaba. Debería ser corto y claro, le dijeron en la Agencia, y además definitivo, que lo que dijera despertara el interés del que leyera, aunque también –pensaba ella— lo que dejara de decir daba mucha información, mucho que imaginar... ¡Un lío, vamos! Podía haber puesto que era rubia (rubia a su manera, es decir teñida), guapa, –¿por qué no si aún la miraban los hombres cuando “le pasaban” cerca?-; podría haber escrito que le gustaba pasear, salir al campo, que aunque no tenía estudios y leía poco (más bien nada), le gustaba (le apasionaba) la música clásica; y todo desde el día que, por acompañar a su amiga Angelines, fue a su primer concierto. Ella, que siempre pensó que lo de la “música seria” era un aburrimiento, se quedó extasiada oyendo cantar a aquella soprano (estática, apenas movía lentamente los brazos como una maravillosa estatua que estuviera recobrando vida por el sortilegio del piano); fue en ese instante cuando comenzó a adorar a Schumann. Las tardes de domingo en que se le agarraba fuerte la melancolía por dentro, cuando estaba sola (que era casi siempre) escuchaba aquella pieza -Liederkreis, OP. 39– y aún se estremecía.
Pero eso no lo puso, claro, no debía decir lo que era demasiado “personal”, y aquello lo era; por saber sólo lo sabía (y cada nota hasta de memoria) su gata Misha.
También habría podido poner que adoraba a los gatos, piensa; haber sido incluso más explícita, escribir simplemente: mujer madura, sola y cariñosa desea conocer a alguien como ella para no seguir sola. O: Divorciada, 57 años. Desea encontrar de una vez por todas el amor verdadero.
Nunca había probado a definirse y menos de esta manera en un anuncio, en el que sin mencionarlas saltaban a la vista su soledad y esa necesidad casi enfermiza de la compañía de un último y definitivo amor.Le tranquilizaba que aquello era anónimo; tenía la garantía de poderse echar atrás en cualquier momento. Total, si ella, además, ni se llamaba Adela. No sé por qué elegí ese nombre, si no conozco a ninguna Adela, ni siquiera me gusta ese nombre: Adela, Adela, se repetía mientras se acercaba al lugar de la cita.
Borró varias veces aquello de “todavía creyendo en el amor”; le parecía demasiada confidencia, un abrir en exceso el corazón, enseñar las heridas, despojarse del escudo… pero al final lo dejó y cerró el sobre y con él sus dudas justo delante del mismísimo buzón. ¡Estaba hecho!
Estaba hecho, sí, y por fin se acercaba el momento del encuentro. Adela, Adela, recordar que me llamo Adela…
Matilde, 1,85, ojos verdes, morena, independiente, profesora de música, fiel, sabiendo lo que quiere, busca mujer tranquila, alegre, cariñosa, para quererse y tener toda la vida por delante juntas.
Mejor me doy la vuelta, tanto escribir, tanto pensar qué escribir y se me olvidó poner eso de “se busca hombre”, un simple “señor” o incluso ya más directa ” ¡se busca marido!”… ¡quién iba a pensar que!… ni se me pasó por la cabeza.
Cuando empieza a salir precipitadamente de la abarrotada cafetería, tan anónima, tan confusa como ha entrado, el roce es inevitable, apenas un instante, lo justo para ver como ha caído de las manos de su cita —mujer alta, de ojos verdes– aquella conocida partitura. Y al detenerse: sí, me llamo Adela.
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