(16 de junio de 2013)
¡Parece que Roma quede tan lejos! Mañana antes de que amanezca y el sol de Iunius comience a dorar la cosecha de sus hermosos campos abandonaré definitivamente esta tierra. Roma me reclama y vuelvo a ella sabiendo que aquí dejo, desgarrada y herida, parte de mi vida. Aquí, flotando en el agua alegre y el viento que peina la agreste sierra; aquí, dormido entre sus trigales, bajo los altivos pinos y las encinas ocres… Aquí mismo, en esta ciudad tranquila y recogida, donde se queda mi querida madre. Ayer, esta noble matrona ejemplo de todas las virtudes, Maria Stenna, mientras ofrendaba al Lar, me decía con su sonrisa afable que ya es demasiado vieja para enfrentarse a la vida trepidante de la gran urbe de las urbes, que prefería ver pasar sus días sentada en el peristilo disfrutando de la dulce brisa del jardín y del canto de las aves. Con ella, aquí también, se nos queda la pequeña Marcella. Marcella murió hace una semana.
Ahora todo está oscuro y silencioso; apenas un rayo de luna se cuela desde el atrio hasta mi cubículo. Hecho de menos el tarareo machacón de los grillos del verano para exorcizar recuerdos mientras me veo a mi mismo, hace muchos años, en esta habitación; es otra noche oscura y silenciosa como ésta, pero a la vez muy distinta: hace poco que acabo de llegar a estas tierras de la Hispania Citerior, la Tarraconensis próspera para la que la madre Roma tiene tantos planes; estoy bastantes años más joven, mi cabeza aún la cubren cabellos negros; he dejado el tratado de Marco Vitruvio Polión sobre la mesa y apago las lucernas. Agotado, deseo dormir, tener un sueño reparador y profundo; por hoy ya basta de trabajo. La misiva que Sexto Julio Frontino me ha enviado está bajo el docto De Architectura. La carta es clara y las órdenes tajantes, no dejan lugar a dudas del gran interés que desde la metrópolis se tiene en este proyecto; hay que adelantar y terminar rápido, cueste lo que cueste; Roma tiene dinero y tiene también decidido construir el acueducto. El futuro dispuesto por el Emperador para esta pequeña ciudad y sus tierras es determinante y en poco tiempo surgirán nuevas y alegres domus mientras decenas de batanes, fraguas y molinos harineros jalonarán todo el trazado del specus. La ingeniería romana parece no conocer límites y los ingenios hidráulicos se reparten por todos sus dominios. El Imperio es otra gran máquina que necesita estar siempre engrasada y en marcha, y el prudente Trajano sabe que estas obras civiles, garantes del bienestar cotidiano, son el verdadero motor de su poder. En el duermevela me viene a la cabeza el rostro del viejo cónsul Frontino, trabajé con él ya en tiempos de Nerca, cuando fue nombrado curator aquarum y juntos nos enfrentamos a la tarea de sanear al padre Tiber. Fueron años duros, pero no tanto como éstos en que a la dificultad y complejidad de acertar con el trazado de las curvas de nivel se unen la penosidad de la excavación del terreno y las prisas por acabar el acueducto. Las tareas se llevan a veces con un ritmo infernal. Sólo al atardecer, cuando nos refrescamos con un buen vino en la taberna, se nos olvida un poco que al día siguiente la tarea nos espera con la urgencia y dificultad de siempre.
Dormí por fin y descansé bien aquella noche y también las cientos de noches más que la siguieron. Dormía y trabajaba duro, todos trabajábamos tenazmente mientras poco a poco este gran canal se abría paso dentro de la roca blanca.
Vuelvo al presente más cercano, justo cuando, este mediodía, me abracé a Lupercio, el jefe de los mensores, y me despedí de scribas y praecones. Di las últimas instrucciones a los capataces de la obra y comprobé la excelente ejecución de los plumbarii. Artesanos y fossores me saludaron mientras almorzaban. Todos parecen contentos. No queda prácticamente nada por hacer, las herramientas se recogen y los animales de carga reposan tranquilos en los establos. Ya se han retirado las últimas poleas de los putei y los escombros y los limos se han ocultado con pericia. Todo tan perfecto que parece que nunca hubiera sucedido nada en estos tranquilos campos de la Hispania.
Hace dos días, cuando el azud se abrió por fin, desde los lumina todos pudimos oír el borboteo alegre y decidido del agua corriendo. El grito de victoria de tantas gargantas fue una única y potente voz emocionada al ver aparecer el preciado líquido en la cisterna central: la obra estaba concluida. El propósito logrado: el acueducto era un nuevo éxito que hablaba latín y vestía toga.
Concluida mi labor, me reclaman con urgencia a Roma. Pese al duro trabajo se que añoraré esta tierra. Son muchos años recorriéndola con detenimiento, sopesando delicadamente cada detalle de su perfil, cada pliegue de sus entrañas, midiendo con detalle amoroso cada una de sus crestas y barrancos, trazando el dibujo de su piel una y otra vez mientras que, cambiada, parecía tomar vida para mi. Me enamoré de su río joven, de sus campos cubiertos de aliagas amarillas y sabinas centenarias… ella me dio a mi hija y en ella, abrazada a las hojas de los álamos, la dejo. Marcharé dejando mi corazón en su romero azul, bajo el que descansa su recuerdo. Mi madre ha encargado a Julius, el maestro de los canteros, una hermosa estela. Marcella / M(ari) • Caledi • fil(ia) / h(ic) • s(ita) • e(st) / Maria / Stenna / nepotae he leído esculpido en elegantes letras sobre la piedra. Es su regalo, la ofrenda de una abuela enternecida por su nieta.
Todo sigue silencioso. Enciendo la lucerna. Queda poco para amanecer. El alba comenzará a llamar a las calandrias más madrugadoras. Pronto cabalgaré junto al acueducto y oiré el agua correr con fuerza por el interior de la montaña; pero el agua caminará en una dirección que ya no será la mía. No miraré hacia atrás, me espera un largo, muy largo, camino y Roma ¡queda aún tan lejos!
explendida la albada sobre las civilizaciones que nos han precedido
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