(8 de Junio de 2013)
Con guantes y con bufanda y también con la nariz helada se dan un beso. Les surge así, de repente. Emocionados ante la belleza de aquella puesta de sol se besan, no hay palabra ni mejor respuesta… incluso cualquier mordaz aprendiz de glaciar se hubiera derretido como ellos ante la visión que tienen justo enfrente. También verlos besarse en aquel helado atardecer de Teruel hubiera abrigado de ternura al primero que les hubiera visto. Pero en aquel instante, en el Óvalo, no hay nadie más. Salvo la amorosa pareja el paseo está vacío: los pocos viandantes que ahora caminan otras calles lo hacen deprisa y con las manos en los bolsillos. En nuestra ciudad, el domingo invernal, ya acercándose la anochecida, llama al sillón del cuarto de estar o a lo sumo (a los que se les antoja demasiado pronto pensar en el lunes laborioso) al calor de la barra de un bar.
Mientras tanto, mientras se bajan las persianas y se ciegan las ventanas, se pone el sol fuera y también busca su sitio el frío. Envolviendo al cielo inocente, el aire gélido se llena de rosadas evanescencias que atraviesan de punta a punta la ciudad bruñendo el barro de los últimos tejados, nacarando la piel escarchada de las cuatro antiguas torres… en segundos Teruel se sumergirá en púrpura y azul y tiritará sobrecogido.
Apoyados sobre la barbacana de la Escalinata los enamorados se han quedado apresados por el horizonte… es lo que tienen las puestas de sol de nuestra ciudad: pueden (suelen) ser tan hermosas, que abruman y dejan fascinado al que se atreve a detenerse en ellas. El observador tiene la impresión de que en aquellos segundos está formando parte de algo irrepetible, de un momento de belleza que sin previo aviso arrebata la voluntad y a cambio te inunda por completo de paz y bienestar. Y si “hace fresco”, si ese frío de Teruel, por el que salimos en los mapas del tiempo y en los blogs de los turistas avezados, ha venido de nuevo a visitarnos, el temblor será más intenso hasta notar como se nos cuela en el centro mismo de los huesos la belleza del escalofrío del último rayo de sol; sustancia, tuétano del alma, que consigue milagrosamente por un instante detener la Vida.
Muy a menudo los verdaderos referentes o lo que en esta sección venimos llamando “símbolos” de una ciudad no están hechos de materia o al menos no de una materia tan palpable como pueden serlo una estatua o un edificio. A veces son algo tan etéreo y sutil que han permanecido prendidos en el alma de sus habitantes desde sus inicios.
En esta categoría hay que considerar nuestras puestas de sol y nuestro frío. Ambos forman parte de nosotros, nos han calado hondo y nos han conformado esperanzados de belleza y resistentes (¿abnegados?) a la adversidad. Nos han ido haciendo cada día más fuertes y sensibles, tanto que, sin darnos cuenta, el carácter de los turolenses no sería el mismo sin ellos. Somos parte de una tribu todavía detenida, todavía por saber a dónde ir, pequeña crisálida acunada por el cielo.
Ya las primeras estrellas hacen guiños desde lo alto de la Muela cuando la pareja se adentra en la ciudad. Bien podrían haberse llamado Isabel y Juan, bien podrían haber sido “ellos”, pero en definitiva da igual porque nunca faltarán historias de Amor en esta ciudad: en nuestro Teruel, dónde se buscan para besarse el sol y el frío.
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