EREMITA
(9 de junio de 2013)
Mi vecino del séptimo-C era un solitario feliz. El señor X disfrutaba lo indecible con cada uno de sus rituales cotidianos: enfurruñarse un poco al oír el despertador y aguantar un rato más en la cama (lo justo), desperezarse y arreglarse con calma; saludar con un educado “buenos días” al portero de la finca, disfrutar del cortado frugal en la familiar cafetería del barrio… hundirse en la boca de Metro más cercana y confundirse con la multitud… y así, uno a uno, los mismos pasos hasta concluir una agotadora jornada laboral de siete horas y media (con su correspondiente intermedio en la comida) para de nuevo, otro atardecer más, deshacer bajo el asfalto de Madrid el camino de vuelta a casa.
No pedía lujos, ni grandes sueldos. No tenía caprichos ni ambiciones; sólo eso: ser el jefe de su propia cotidianeidad. Tener todo el día regulado y pautado, la garantía de que a cada momento sabía lo que se le pedía y debía hacer (y, por supuesto, hacerlo) le daba una sensación de “persona de bien”, de que su vida “marchaba” y todo era como “debía de ser”. Cuando cada noche se acostaba, entre la soledad y el deber cumplido, rápidamente le podía un sueño reparador, y el no padecer de insomnio, el dormir como “un bendito”, lo consideraba el justo premio a sus desvelos de ejemplar cumplidor.
Aunque era un solitario, el señor X no era un tipo aislado. Le gustaba estar rodeado de gente, cuanta más mejor; nunca se sentía más a gusto y solo que cuando se encontraba en un sitio concurrido. Durante la comida, que solía hacer siempre en el mismo abarrotado restaurante y, por supuesto invariablemente, en la misma mesa (su mesa) junto a la
ventana (su ventana), pasaba alguno de los momentos más agradables del día. Observaba, recogía mentalmente información (tenía perspicaz oído, aguda vista, envidiable olfato y, sobre todo, sabía pasar desapercibido bien), procesaba, especulaba y “sustanciaba” en sesudos argumentos todo lo que a él le parecía digno de retener. Pero su conocimiento era frío y sin sentido práctico alguno, nunca podría considerarse al señor X como un solidario, un abnegado filósofo del siglo XXI entregado a “allanar” el camino de la humanidad con sus elaborados conocimientos: era egocéntrico e indiferente a todo lo que no fuera el mismo, y si alguien le hubiera preguntado hubiera contestado que no creía correcto que con sus impuestos se debiera ayudar a los que lo están pasando mal si eso desestabilizaba un ápice su propio bienestar.
El del séptimo se tenía simplemente por ermitaño, una suerte de anacoreta enamorado de la soledad y del orden de los que gozaba en un desierto lleno de las facilidades de la vida moderna. Alguna vez, pero sólo muy rara vez, se lamentaba de que su soledad no tuviera el lustre y un poco del aspaviento heroico de aquellos eremitas de antaño, pero no se veía cambiando su traje de formal funcionario por un áspero sayal ni su casa por una cueva perdida en el monte. Al contrario, cuando llegaba de nuevo a casa repetía con parsimonia y extremado placer la ceremonia de encender el televisor y apoltronarse con un suspiro de satisfacción en su sillón favorito: ¡era su derecho, su justo premio!
Firmé mi declaración aunque en la cara del agente vi claramente que todo aquel sermón que le había soltado sobre mi vecino fuera a servir de algo. Creo que alguien del edificio dijo a la policía que habían hecho recortes en su oficina y al señor X le había tocado irse al paro. Claro que esto había sucedido, por lo visto, hacia más de un año y curiosamente yo había seguido viendo salir y llegar puntualmente a sus horas a mi cumplidor vecino. El agente me dio las gracias y supe que pensaba que lo que yo dijera no se considerarían más que simples cotilleos de una vieja solitaria.
Temporalmente clausuraron con cintas de plástico la puerta del séptimo-C. Pasado el tiempo vinieron a vivir allí una agradabilísima familia con tres hijos que dieron “mucha vida” a mi rellano de escalera.
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