El manzano que plantaron juntos el día de la partida, apenas es ahora una rama esquelética y azul surgiendo entre los terrones agrietados del abandonado jardín. A su lado, tan absurdo, tan sin sentido como un mástil sin enseña, está el otro, el manzano casi centenario que dejó de dar fruto la madrugada en la que el viento se coló por cada rendija de la casa. Tras esa helada tardía de primavera nunca volvieron a tener manzanas en la mesa. Nunca hasta aquella mañana -alguien diría que maléfica- en que se llenó la fuente de porcelana y la casa se perfumó entera. Ella, cuando se iba, lo prometió. Aseguró que les visitaría cada mes de octubre y recogerían juntos las manzanas ambarinas del árbol nuevo. Volvería, sí, que volvería cargada de regalos y noticias. Entre lágrimas de tristeza y nervios, entre besos de despedida y abrazos, les habló de futuras dulces tartas, planeó excursiones, auguró, ya casi perdiéndose de vista en su carroza rosa, risas y juegos frente a la lumbre del otoño… Pero pasaron más de mil amaneceres sin que sus dedos de niña abrieran de nuevo la cancela de aquel jardín. Pasaron primaveras de hojas verdes y cosechas de huertos. Les siguieron otoños de racimos, sarmientos y pámpanos de néctar. Se cubrieron los cielos de lluvias y días de trabajo, pies cansados y horizontes fatigados de tanta espera. Los siete corazones sintieron en invierno la serpiente de la tristeza zumbando cada noche tras la puerta, hasta que el veneno funesto les enfrió a escondidas, uno a uno. Ahora, mientras el mirlo clama desde el arroyo, ella vuelve al fin. La puerta está cubierta de zarzas y dentro de la casa la vida ha escapado de espaldas al sol. Sillas cojas, camas rotas, olor a cerrado y vacio. Mientras el bosque silencioso la envuelve con sus ojos lunares, Blancanieves, la que fue dueña de los espejos, ama de castillos y señora del príncipe azul, busca entre cenizas y estelas aquel viejo y querido sueño al que volver a despertar
La lluvia cae suavemente sobre los jardines de Manchester Square. Como si fuera abril, o tal vez otoño, llueve en un Londres con cielos de grises rizados. No durará mucho: a lo lejos el sol poniente insistirá y abrirá por fin la tarde en un abanico de ondas rosas y amarillas. El viejo Turner, donde quiera que esté, aplaude esta gloria fugitiva de luz que cada día maquina el astro. Luz que no hiere a los ojos, luz mínima como ya dormida. Sólo quedan ellos y el ruido de sus pasos en las salas que se apagan. Cuando la pareja sale por fin del museo, se queda absorta mirando al horizonte. A él, el cielo ardiendo le ha traído a la memoria un reflejo del traje de seda de la muchacha de Fragonard balanceándose sensual sobre el columpio de terciopelo. Y bien porque la humedad del aire anima a buscar refugio, bien porque el recuerdo de aquel arrebatamiento voluptuoso del escarpolette travieso aún le dura en la retina, aprieta la mano blanca más fuerte. Ella le dice que así, tan pasmados, se parecen a los personajes solitarios de Friedrich contemplando absortos las puestas de sol. Luego, antes de empezar a caminar, le cuenta que en su país y también en el de Friedrich el sol es madre, novia y femenina, tan femenina como las estrellas, mientras que la luna es padre y masculino como el más leal de los planetas. Él repite entonces con su acento francés Sonne und Mond, Sonne und Mond hasta tres veces más con los brazos extendidos como un sacerdote egipcio que ha perdido la cabeza, y ella se ríe. Todo sabe a instante: el aire, la luz, los ruidos de los coches a lo lejos, el café humeante que se tomarían, la cama que desharían. Volveremos a vernos, se dicen los dos desconocidos cogidos de la mano. Volveremos a encontrarnos, se dicen dos desconocidos que se separan al final de la avenida. La vida es un instante, vive la vida, le dice ella mientras se guarda en el bolsillo la entrada del museo con las palabras azules y apresuradas que él le ha escrito frente a Manchester Square: todo aquello, lo que quedó acumulado en el silencio. Vuelve a llover sobre Londres bajo la luna de noviembre.
No fue neura pero sí inquietud lo que sentí al leer esta semana en el periódico que “El Ayuntamiento de Teruel apuesta por una reordenación urbanística profunda de la vega del Turia”... Pronto me di cuenta de que el tiempo verbal no era futuro ni tan siquiera condicional, sino que más bien se trataba de un presente desvaído y encima sin financiación, así que respiré aliviada. De tan “profundo” y catastrófico experimento (por muchos premios que le den en el extranjero) quizás, mira por dónde, nos haya librado la funesta crisis. Por eso mismo, por aquello de los costes inasumibles, ni siquiera me pregunté por qué denostamos tanto los usos agrícolas si tener un suelo fértil es un privilegio (que yo sepa, aún no se come el cemento, y por cierto, aviso a navegantes que quieran ser más modernos que nadie: en las ciudades más vanguardistas se empieza a poner de moda levantar las capas hormigón para dejar al aire y libre la tierra). Convencida de su inutilidad, tampoco pedí que me explicaran dónde se nos quedaría la “vega” si en la misma habían de ir los “numerosos equipamientos desde playa artificial, piscinas y otras instalaciones deportivas hasta establecimientos comerciales, oficinas, locales de ocio o espacio para conciertos, manteniendo en su ubicación actual tanto la estación de ferrocarril como la futura intermodal”; supuse simplemente que se hablaba de una “veguita” de juguete, uno de esos rastros que se dejan como muestra para “poner en valor” precisamente lo que nos hemos cargado. Dudé de que el arquitecto que decía “reinterpretar” (¿?) nuestra muy vapuleada huerta del Turia hubiera leído la hermosa descripción que Madoz le dedicó allá por el XIX, ni que hubiera paseado de niño sus riberas o tan siquiera detenido más de dos minutos frente los fantásticos atardeceres desde el óvalo, y por esa misma ignorancia que le supuse, le excusé (me mosqueó más ese afán “desarrollista arrollador” que le ha entrado a nuestro querido Ayuntamiento). En lo que sí me detuve a pensar fue en el título del proyecto: Redes Neuronales, lo llamaban. Precisamente por esos días andaba yo leyendo el libro de F. Mora, Neurocultura: una cultura basada en el cerebro. Al parecer nos tendremos que ir acostumbrando a que el término “neuro” vaya precediendo a la mayoría de las ciencias y manifestaciones culturales (antes le tocó a “sostenible”). Lejos de ser algo snob la propuesta, en el libro aparecía muy bien justificada y sugería un futuro esperanzador. Lástima que al final todas las cosas nuevas y buenas terminen por perder su auténtico significado y su indudable valor por el mal uso y el manoseo: un proyecto que destruye lo bueno nunca debería calificarse de cerebral, sería demasiado desalentador para la inteligencia de todos.
Preciosa imagen de cabecera tuya y del yayo. Me encanta esa foto (con tu pelo corto), las luces que entran por las ventanas, el brillo de los muebles, los jerseys de lana...
ResponderEliminarVaya, enhorabuena, así no tendré que leerte cada dos o tres semanas, cuando el diligente cartero me amontona en el buzón un rimero de periódicos atrasados.
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