EL REGRESO
Ha estado fuera casi dos meses. Cuando vuelve después del viaje extraordinario, aún lleva prendido en su andar un poco del paisaje de ese país inmenso, olor a sándalo y cielos de color púrpura colgados en la mirada. Paseamos por nuestra ciudad, y sus escaparates son la galería de decenas de fotografías del Festival Teruel Punto Photo. Me sonrío y le digo que se le ve distinto, que se me acaba de ocurrir que sus viajes son como aquellas cámaras oscuras de nuestros bisabuelos, que dejaban una huella borrosa, casi indeleble, curiosamente tan hermosa por ser a la vez etérea y contundente. Sí, y puede que el tiempo de exposición haya sido breve, apenas cincuenta y siete días, pero la sensibilidad, mi sensibilidad, más que suficiente para que la imagen haya resultado de “alta calidad”, me responde él siguiéndome la broma de la fotografía; y continúa, esta vez con gesto y voz demasiado seria: voy a volver, sabes, regreso allí y lo dejo todo, absolutamente todo lo de aquí. En ese todo me incluye a mí también, pienso. Donde uno regresa es siempre a su casa, le digo, te confundes al hablar así, llevas una brújula estropeada. Pero él continúa subrayándolo de nuevo: voy a regresar, regresar donde habitan todos los sures del mundo. Antes de decirnos adiós una bandada de pájaros cruza sobre el viaducto en línea transversal. Los volveré a ver cuando su bitácora sabia, latiendo en el cuerpecillo tan menudo, les haga volver del mediodía. Atardeceres de Bombay, silencio profundo del Ganges, la muerte y la vida navegando en la misma barca. . . indios de sonrisa amable (dicen que los indios casi nunca sonríen de alegría, sino de dulzura). Quizás algún día llegue una carta mía a aquella India lejana, tan hermosa, tan atrayente, tan dramática. . . y buscará un portal entre los dolorosos laberintos oscuros y las aglomeraciones urbanas de colores, allí donde a menudo la vida ni siquiera dura el tiempo necesario para revelar una vieja película 127 , en blanco y negro. Tal vez cuando lleguen los fríos y le escriba, le mande mi foto de este verano junto a Williams B. Arrensberg. Al fin y al cabo, aquel viajero de Úrculo, el solitario de las maletas y el paraguas que tanto me recuerda a mi amigo, nunca abandonó Vetusta pese a estar constantemente regresando, como en mi fotografía.
UNA DE INDIOS
En el cine, en aquellos domingos infantiles en los que abarrotábamos la sala que olía a tramusos, regaliz rojo y chicle Boomer (aquél que se desenrollaba y te comías a cachitos), he visto La venganza de un hombre llamado caballo. Bastante, muy bastante después, vi El último mohicano (de la que me compré, como casi todos, la banda sonora); y cómo no, un poco antes no me perdí al guaperas de Kevin Costner en Bailando con lobos. Me recuerdo también de niña viendo aquellas películas de ‘Sesión de Tarde’ de los sábados, (Orgullo comanche, El hacha de guerra, Río Grande, Fort Apache, Soldado azul. . .), sentada frente al televisor mientras mis hermanos pequeños jugaban con sus indios y vaqueros. Aquellos indios de plástico iban casi todos a caballo, el hacha o la lanza en la mano, sólo el que parecía el jefe, el que tenía alrededor de la cabeza el tocado de plumas más grande, se sostenía en el suelo, hierático, firme. Me gustaban los indios: aquéllos que llamaban salvajes, hombres y mujeres de largas trenzas oscuras, de movimientos lentos, casi estatuas como la figurita de juguete, y que se entendían sin apenas hablar. Me fascinaba su lucha pese a saber que todo estaba perdido: aquellas viejas películas dejaban una sensación agridulce al terminar que resultaba conocida, quizás porque la vida misma era y es así. Guardo grabaciones de sus canciones rituales y decenas de reproducciones de fotos antiguas: esos rostros serios, facciones hermosas talladas por el viento, miradas profundas que parecen taladrar el papel y acercarse al que las contempla. Tengo libros donde se recogen sus leyendas, estudios sobre su organización tribal, su sabiduría antigua, su respeto y amor por la tierra; páginas al fin donde se cuenta su historia con su grandeza y su masacre. No soy nada original, sé que hay más, que somos muchos más quienes nos sentimos fascinados por la imagen del anciano jefe indio mirando algo que nosotros no alcanzamos a ver más allá del horizonte. Yo, como todos los niños que a nuestro pesar después hemos resultado unos mayores plastas, idealistas y románticos empedernidos, “me colgué” por los luchadores-perdedores, “me hice” del bando de los indios. El IX Encuentro Internacional de pastores, nómadas y trashumantes que se está celebrando este fin de semana en Guadalaviar nos ha traído a un grupo de indios crows de Montana. Venir desde tan lejos hasta nosotros es un lujo (a mí me parece que vienen además desde mi infancia). No sé qué pensarían ellos, nuestros queridos indios, si llegaran a conocernos mejor. Seguro que esta tribu nuestra, la de los turolenses (pequeña, un poco perdida y un mucho perdedora) no les resultaría muy extraña. Tambores lejanos y no tan lejanos: los nuestros son sonidos hermanos.
SANDWICH
-Dicen, señoras y señores, que el mundo es inteligible porque no puede haber más árboles que ramas. Aclarémonos pues: de ser cierta esta metáfora se comprende por qué todo, definitivamente y al final TODO, responde a una estructura en que nada se escapa: los mismos códigos genéticos en cada uno de los seres vivos repetidos, multiplicados desde el origen, incluso la propia arbitrariedad y el azar constituyendo la realidad más contundente, categórica, formando parte de la historia de la humanidad ciclo tras ciclo, resumen de la esencia misma del mundo desde su no-existencia hasta ahora. Así pues, aunque la incertidumbre por el desconocimiento de la información nos agobie, al final todo se reduce a un único tronco con múltiples bifurcaciones de ramitas, participando todas de la misma savia. No cabe un mundo ininteligible en el todo: cuando vemos más árboles que ramas hay que reducir, comprimir la realidad hasta hacer de la maraña una única esencia, ésa a la que la física ha señalado una y otra vez (que se lo digan a Newton) como la teoría del todo. Vamos a ver, amigos y amigas, según esto, si todo tiene que ver con el todo, si al final las historias se relacionan y se conectan y terminan por formar una única historia, no caben creencias sino certezas, sólo hay que seguir buscando incansablemente la línea que las une hasta comprender el… De un manotazo Luis movió la ruedecilla del buscador de sintonías de la radio, y en lugar de aquella voz metálica e indiferente (no sabría decir si de hombre o mujer), le salió la risotada de uno de los contertulios de la mañana. Le parecía tener espuma dentro de la cabeza, quizás aún estaba dormido o el reloj se le había parado. Desde la oscuridad que le envolvía por fuera y dentro de la cama, volvió a alargar la mano hacia el único punto de luz: la radio. En todas las emisoras contertulios ávidos de su minuto de gloria con la cara a y la cara b de la misma cantinela: inminente subida de impuestos, Garzón en el banquillo, España a la cola de la recuperación, General Motors dispuesto a vender Opel, tres meses sin acudir a fiestas para los vándalos de Pozuelo, la madre de Pajín que se va, la gripe y la vuelta a los colegios, 420 euros, el nuevo Velázquez… aquellas voces parecían saberlo todo de todo… Se tapó la cara con la sábana, en un gesto tan pueril como eficaz: al fin y al cabo era su primer domingo después de la vuelta al trabajo, y lo de siempre, lo mismo de antes que dejó, aquellas sesiones de cotidianidad, podían esperar... así que volvió a girar la ruedecilla y buscó de nuevo la voz inhumana: -Veamos pues, queridos y queridas oyentes, si la realidad tiene cierto interés es porque en todo conjunto arbitrario de cosas resulta que no todo es común ni todo es diverso… Luis ya volvía a dormir cuando nadie habló.
¿Y TÚ QUIEN ERES?
Cuando quien ha sido todo para ti durante más de sesenta años te suelta a bocajarro la temida pregunta, ésa que sabes con una certeza irremediable que no tardará en llegar, sientes que el metálico y feroz frío que empezó a empaparte hace tiempo ha terminado de una vez por calarte el alma entera, que te ha vencido por fin la sombra, deshaciéndote como un frágil barquito de papel bajo la tormenta. Cuando ha ocurrido, ella ha fingido que no se ha enterado, que simplemente no le ha escuchado, pero obstinada no ha dejado de buscar con la mirada la mirada del marido; en el fondo de las pupilas de Miguel le parece aún descubrir esa chispa que estos últimos meses le ha estado alimentando la esperanza. María en la confusión cree haber perdido el rumbo a la vez que se apagó su estrella, y quiere destrenzar el paso del tiempo, deshacer la realidad presente y agarrarse a cualquier señal. Ahora se aferra al recuerdo, más que nunca al recuerdo, para tenerlo de nuevo, para retenerlo. Recuperar una vida que cae en picado, volver a los días dorados. . . Un septiembre más pasando, y abre las ventanas para dejar entrar en casa el comienzo de invierno. Las viejas y queridas fotografías enmarcadas en plata, las galantes figuritas de porcelana, los relojes de campanadas graves. . . muebles de perfiles familiares, paredes suaves, espejos amigos. . . todo se ilumina con la luz del atardecer. ¿Quién te va a querer ahora, amor? Paseos de la mano en el crepúsculo primaveral, el primer beso bajo el saúco, el miedo al disparate de la guerra, el temblor dulce de dos cuerpos jóvenes en uno, la suerte, el trabajo duro, la risa. . . toda la ternura de una vida destilada en un suspiro: Amor, tu mano en mi mano, esperaremos la nieve azul juntos. Con la llegada de la Luna la habitación se ha vuelto plateada y ha entrado el aire fresco. María ya cierra las ventanas y se abriga cuando oye que la puerta de la calle se abre. Se escucha una sonrisa conocida acercarse por el pasillo. Llegarán ángeles que desvanecen sufrimientos, mariposas de cariño que tintinean y levantan soledades. Es el Amor que espanta olvidos y derrite el hielo. Nunca estaréis solos. Lunes, 21 de septiembre. Día Mundial del Alzheimer.
CANSANCIO
Con un cierto grado de estupor y otro tanto de bochorno nos sentimos los ciudadanos ante la noticia de que se prevea aprobar la tan esperada revisión del PGOU de la ciudad de Teruel sin acuerdo unánime, sin consenso; es más, que vamos a asistir de nuevo a un nacimiento con dudas sobre la viabilidad de su propio futuro, y que se hace con desgana y con prisas tras una farragosa lentitud burocrática, curiosamente todo ello padecido y escenificado a la vez. Escribo una obviedad al decir que un documento tan importante y que tanto tiempo, esfuerzo y, por qué no decirlo, tanto dinero nos está costando, debería haber tenido al menos un final honroso, digno y por encima de todo ILUSIONANTE. Proyectar una ciudad requiere siempre una gran capacidad de esfuerzo, de seriedad, compromiso y decisión; requiere un diálogo constante entre todos: políticos, técnicos, ciudadanos, asociaciones y, al final y sobre todo, requiere del consenso: porque no es sólo el PGOU para Teruel sino el PGOU de Teruel. Se trata de la hoja de ruta, del camino que vamos a andar todos juntos y nuestros hijos también. Se trata de creer en nuestra ciudad, en la que navegamos juntos en un camino difícil pero apasionante. Y que siempre estemos así, me dice un conocido por la calle . . . y me duele oírlo, me apena que cada día más entre mis convecinos se esté instalando la ironía unas veces, la indolencia otras; la ciudad, la construcción de una ciudad es tarea compartida, pero comprendo que el enfado reiterado ante algo que sabe a otro chasco más, agota a cualquiera. Dicen que las ciudades van madurando a base de las experiencias vividas, que su carácter se va fraguando con los avatares que van sorteando. . . A este paso, Teruel va a tener que recibir de nuevo el título de mártir con semejantes suplicios que nuestros dirigentes (de todos los colores sin excepción) nos hacen pasar. Algo falla en toda esta larga historia, porque en el último capítulo nos encontramos sin un final feliz, sin ese esperanzador “y comieron perdices” que a todos nos hubiera gustado “degustar”. Un Plan de Ordenación Urbana son palabras mayores, muchos intereses, demasiados como para llegar al final con dudas, con improvisaciones; muy al contrario, habría que haberse presentado con un trabajo impoluto por el derecho y el revés, diáfano, limpio, reluciente, como aquellos encajes de bolillos de nuestras abuelas, tan hermosos como resistentes, tan laboriosos como razonados, un trabajo para durar y dejar en herencia. Perplejidad de nuevo, pues, y cansancio, más cansancio. ¡Cómo me cansan ya unos y otros! Lo cierto es que no se puede decir que nos tengan contentos, no. Me refugio en Pessoa: “Lo que sobre todo hay en mí es cansancio y aquel desasosiego que es gemelo del cansancio, cuando éste no tiene más razón de ser que la de estar siendo”.
Suerte en Alejandría
No voy a entrar en hacer mi particular crítica de la película de Amenábar: para eso ya están los especialistas. Tampoco voy a hacer una exégesis de Hypatia: una vez que su figura ha sido divulgada en recreaciones noveladas y especialmente gracias a la película, su nombre sonará durante mucho tiempo, y será admirada por más de los cuatro que lo hacíamos antes tan contentos y satisfechos, cuando por ese sentimiento humano de apreciar en demasía lo exclusivo -tan egoísta como estúpido- las cosas, las personas, incluso las ideas nos parecen mejores y más nuestras por ser menos conocidas. Tampoco voy a hablar de los peligros del odioso fundamentalismo que de manera quizás algo ingenua vemos reflejado en la película. Quería sólo hablar del placer de conocer, y del privilegio, de la enorme suerte, que ha tocado vivir a nuestras generaciones por la facilidad que tenemos para acceder al “gozo del saber”. Y todo esto al hilo de la fabulosa biblioteca que estos días aparece tan real en medio de la oscuridad del cine. Desgraciadamente de la biblioteca legendaria, centro y gloria de la populosa ciudad egipcia sólo tenemos referencias documentales, pero muchos de los libros y descubrimientos de la antigüedad que nos han llegado lo hicieron merced al trabajo que se realizó allí. Y es que “allí”, los más sabios del mundo estudiaban de manera sistemática el Cosmos, el orden del universo en toda su complejidad: filosofía, medicina, astrología, literatura, geografía, matemáticas, biología, ingeniería. . . Entre los millones de estantes, tras las gruesas paredes de la Biblioteca aquellos seres humanos magníficos, aquellos “cosmopolitas” intentaban comprender. Era la ciencia y la cultura reverberando en cada esquina y era el tiempo como suspendido en medio de la suave penumbra de las columnas. . . era la Biblioteca de Alejandría: un mundo en el centro de la ciudad abarrotada y ruidosa. Quizás si el pueblo hubiera sabido de las maravillas que había dentro, si hubiera siquiera imaginado la trascendencia de sus hallazgos, no hubiera permitido su destrucción. Hoy en día la Biblioteca de Babel que anhelara Borges, esa infinita, atemporal y universal biblioteca, la biblioteca de todos y de todo, la tenemos al alcance de la mano. Estas navidades probablemente muchos de nosotros pediremos a los Reyes Magos el primer e-book. En poco tiempo todos tendremos nuestro lector de libros digitales que nos acompañará incluso con las tumbonas frente al mar. Es el placer del saber entre los dedos, el gozo de conocer al alcance de un “clic”. Nos esperan páginas inmensas, millones de palabras, viejas y nuevas en un galopar vertiginoso y más de 1700 años desde que Hypatia cruzó sin saberlo por última vez las puertas de la Biblioteca de Alejandría.
ESCALERICA
Si un fantasma es mucho fantasma, tres fantasmas juntos la Noche de Difuntos charlando en animada conversación en las Cuatro Esquinas, justo en la confluencia con la calle San Juan y al lado mismo de la farmacia (esa del Teruel de toda la vida), resulta ya una provocación. Claro que a esas horas (las cinco de la madrugada) pocos vecinos iban a oírlos. Eso al menos pensaban los fantasmas. Con lo que no contaban era con que María, la revoltosa María, tras pasar dos horas en la cama con los ojos abiertos como platos y un temblorcillo pinzándole el estómago, había decidido levantarse y asaltar la nevera. Salió al pasillo y se dejó guiar por el brillo de las velitas rojas que flotando sobre el aceite la abuela había dejado encendidas en la cocina. Son para los difuntos, hoy es la noche de las ánimas, niña, no hay por qué asustarse, es sólo para que sepan que nos acordamos. Y así, andando casi en tinieblas, descalza para que nadie se despertara, a medida que avanzaba por las baldosas frías los sonidos familiares le iban devolviendo un poquito de valentía. Cuando pasó por la habitación azul, los ronquidos del abuelo dominaban aquella sinfonía de murmullos. El abuelo, precisamente era quien le había contado el viejísimo cuento causa de su pesadilla. ¡Mariiiíca Mariiiiíca, que ya voy por la primera escalericaaa!... A quien le suene la famosa frase ya sabrá cuál era: ése, el clásico que nunca faltaba cuando al atardecer, y por estas fechas de buñuelos y huesos de santo, el abuelo y sus amigos, todos muy chicos, dejaban de jugar al escondite, al churrova, o a las canicas, y “arrepretaos” en las escaleras del cualquier portal competían en contar el relato más terrorífico, la historia más escalofriante… Había insistido María en que se lo contara, que le contara qué hacían de chicos, y a pesar de la advertencia del mayor y la broma del susto final ahora un miedo resbaladizo se le había pegado al sueño. Asomarse a la ventana y verlos fue todo uno. La Luna llena la delató: de inmediato se volvieron los fantasmas hacia ella y las cuencas vacías de mirada terrible se clavaron en sus ojos. Gesticularon los tres en una clara amenaza. El grito infantil rebotó en la pared del comedor, del comedor al pasillo, del pasillo a la puerta de la habitación de los padres y al cabezal de la cama de los abuelos… Cuando la familia corrió a su lado y se asomó a la ventana sólo alcanzaron a ver a aquellas caretas de “fantasmitas de Halloween” riendo y corriendo hacia la plaza del Torico, con sus piernecillas al aire bajo las sabanas arremangadas… Ahora ya ni los fantasmas son como los de antes María, le dijo el abuelo mientras la guiñaba un ojo y la devolvía a la cama…
LAS SIETE Y MEDIA
Nº 8: La madre le abrocha amorosamente, parsimoniosamente, delicadamente, diríase que incluso obstinada y minuciosamente, hasta el último botón del abrigo; mientras le sube el cuello y le ajusta la bufanda, el niño no deja de dar pequeños saltitos impaciente por salir del umbral. Detrás de la puerta está todavía el oscuro amanecer del otoño y un vendaval frio que juega a las cuatro esquinas con el autobús. Nº 2: Louis Armstrong, canta what a wondefull world en la radio de la cocina encendida. Mientras el joven abre el bote del café sólo alcanza a ver su melena larga y negra agitándose frente a la entrada principal. Es como una ráfaga que desaparece por la puerta tan rápidamente como lo acaba de hacer de su vida. Nº 5: Allí parado es un perfil gris, frágil, vestido con traje y corbata que levanta la nariz y aspira. Es apenas un solo ojo, una tos y un esbozo de día en la oficina. Mientras tintinean las llaves en el bombín, aquel individuo de un solo flanco y leve como cogido por pinzas, lo piensa mejor y vuelve a abrir la cerradura. Repasa por enésima vez espitas e interruptores y se detiene en el grifo de la ducha aún ligeramente acuosa y tibia. Nº 9: Los tacones se oyen desde hace más de media hora. Desde la ventana abierta de la habitación se extiende el estrépito de los zapatos de Bettyboop que suben y bajan, bajan y suben las escaleras del adosado. Definitivamente el tacataca de los pasos familiares lo silencia el sonoro portazo de cada mañana y mientras los visillos blancos se agitan y simulan estremecerse por el frio en realidad lo que hacen es despedirse de sus labios recién pintados y el aroma de vainilla. Nº 3: Son dos, dos aunque abrazados. El la coge por el talle y la besa en la boca y ella aún con el primer sol en la retina le rodea los hombros y le sonríe. Mientras se despiden quedan para ir al cine aquella noche y cada uno coge su cartera para marchar en direcciones diferentes. Son entonces dos espaldas enfrentadas, dos corazones divergentes hasta que la Luna se canse y dentro de unas horas deje de jugar al escondite. Pero por ahora tan sólo son las siete y media, y el azul del alba resbala desde los tejados hasta el fondo de aquella calle. Las hojas y el otoño hacen remolinos en los portales de los números ocho, dos, cinco, nueve y tres.
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