Notas
Por aquel entonces, estudiar música en Teruel era más que un empeño. Sin conservatorio, sin escuelas, ni siquiera media docena de pianos en toda la capital, apasionados como el inefable Modesto Linares o la incansable Maria Luisa Mayo –¡qué estupenda labor la de estos dos precursores!– se las veían y deseaban para conseguir que a los turolenses nos fuera posible conocer a una Euterpe tan lejana como buena amiga, o que algún privilegiado descubriera en aquella musa de rostro alegre su auténtica vocación. Aprendí también por aquel entonces, que cada nota, que cada silencio, eran tan importantes como el resultado final; que un semitono puede hacer chirriar el todo; que un violín que resbala se oye más que toda la orquesta tocando al compás. Sin citar a Cirlot, ni las claves del simbolismo musical, me vale este recuerdo para hablar de nuestra ciudad como melodía, como composición rica y llena de matices que todos estamos componiendo aún sin saberlo. Porque cada lugar tiene su “aire” diferente y exclusivo. Te dijeron: “Suena bien Teruel, vamos a verte y nos lo enseñas” y estos días lo has paseado con tus amigos, optimista irredento, explicando los “porqués” de cada obra y los “quieros” de cien proyectos... Y mientras les contagias con entusiasmo del “son” mágico de tu ciudad, esquivas como buenamente puedes esas otras notas disonantes que para desespero tuyo parecen escucharse hoy mucho más fuerte que cuando distraído caminas al trabajo. Te lamentas, porque definitivamente aquí parece que nos hemos olvidado de los detalles, de aquellas pequeñeces que hacen el todo de una población dándole su encanto y armonía. Y oyes diminutas notas discordantes que estropean la mejor melodía, esas que siempre se dejan para otro día porque no dan titulares ni son noticia, adoquines rotos que nunca pensaron en arreglarse, pintadas que jamás se borraron, fachadas desconchadas, aceras con disparatadas baldosas que rara vez son iguales, ese cartel olvidado que a fuerza de pasado ya anuncia desvaríos, el banco partido, la señal torcida y oxidada, el árbol tronchado, las laderas-basurero, los malos olores, las fuentes sin agua, los coches sobre las aceras, las obras interminables, restos de “apaños” por recoger que tardaran meses en desaparecer, esos cuatro pasos nunca dados para tirar el plástico en la papelera, la vieja nevera arrojada en el primer barranco… y suma y sigue por parte de todos. Teruel es todavía “abrazable” te dicen los amigos, y por eso, porque todavía es posible abarcarla y hacerla sonar de maravilla, sueñas con encontrar la partitura perfecta para un Teruel que se escuche tan sublime como se merece.
Algo más
Pues sí, “algo más” habrá que inventar. Los veranos se hicieron para vivirlos intensamente, algunos incluso para ser inolvidables y no para que se confundan ni se solapen unos con otros. Sin embargo, hay quien me dirá que ojalá todo siguiera siendo siempre así, el tiempo detenido, julio y agosto apenas diferenciados por una hoja arrancada al calendario. De acuerdo que en Teruel se está muy bien en verano: la tranquilidad, el no saber de despertadores ni de prisas, largas mañanas en la piscina, helados deshaciéndose dulces en la boca, lecturas recobradas a la hora de la siesta, paseos al atardecer, vencejos cruzando los tejados, una cerveza fría en la terraza preferida... y tertulias y risas con los amigos; y dormir... Dormir a pierna suelta mientras los visillos de la ventana abierta bailan suaves con la brisa. Dormir como una bella durmiente, encantados de la vida, de nuestra vida de vacaciones... Acaso para muchos eso es el paraíso. Sí, de acuerdo que se está en la gloria cuando el sol comienza a tumbarse por la Muela y te asomas al Óvalo adivinando el frescor bajo los chopos de la vega... Quedarse de vacaciones en Teruel es buen momento para profundizar en aficiones o para buscar otras nuevas; buscárselas uno mismo, claro, porque lo que es un catálogo de opciones no lo encuentras por mucho que lo busques. Así, si te gusta el cine, despídete, pues sólo encontrarás el mismo estreno día tras día. Si te gusta la música, la danza, los conciertos, el teatro... olvídate, porque los artistas pasan de largo por aquí. Si piensas que el buen tiempo es el momento para las actuaciones al aire libre, a lo sumo puedes tener la suerte de ver pasar “en riguroso directo” al trenecito turístico.... Siempre afortunadamente puedes acercarte a nuestros pueblos y acudir a los espectáculos y a las ofertas culturales que allí sí puedes encontrar (por ejemplo en Mora de Rubielos, Rubielos de Mora, Alcañiz o Valderrobres). Y es que en todos nuestros pueblos hay más animación, más reclamos e ideas que aquí, en julio y agosto. La ciudad de Teruel, vacía, es una espantada después de La Vaquilla. Como una paradoja tonta, no hay nadie porque no hay nada y no hay nada porque no hay nadie. Un círculo absurdo que hay que decidirse a romper ya. Teruel, los turolenses y los que pasan las vacaciones con nosotros nos merecemos también una buena programación cultural y de ocio para el verano. Hay que ponerse ya a ello. Lo demás son excusas fáciles y pocas ganas de esforzarse. ¿Por qué en verano no puede haber alternativas y propuestas de calidad en Teruel, como las hay en cualquier localidad? Tumbemos la dejadez y soñemos algo más.
Por aquel entonces, estudiar música en Teruel era más que un empeño. Sin conservatorio, sin escuelas, ni siquiera media docena de pianos en toda la capital, apasionados como el inefable Modesto Linares o la incansable Maria Luisa Mayo –¡qué estupenda labor la de estos dos precursores!– se las veían y deseaban para conseguir que a los turolenses nos fuera posible conocer a una Euterpe tan lejana como buena amiga, o que algún privilegiado descubriera en aquella musa de rostro alegre su auténtica vocación. Aprendí también por aquel entonces, que cada nota, que cada silencio, eran tan importantes como el resultado final; que un semitono puede hacer chirriar el todo; que un violín que resbala se oye más que toda la orquesta tocando al compás. Sin citar a Cirlot, ni las claves del simbolismo musical, me vale este recuerdo para hablar de nuestra ciudad como melodía, como composición rica y llena de matices que todos estamos componiendo aún sin saberlo. Porque cada lugar tiene su “aire” diferente y exclusivo. Te dijeron: “Suena bien Teruel, vamos a verte y nos lo enseñas” y estos días lo has paseado con tus amigos, optimista irredento, explicando los “porqués” de cada obra y los “quieros” de cien proyectos... Y mientras les contagias con entusiasmo del “son” mágico de tu ciudad, esquivas como buenamente puedes esas otras notas disonantes que para desespero tuyo parecen escucharse hoy mucho más fuerte que cuando distraído caminas al trabajo. Te lamentas, porque definitivamente aquí parece que nos hemos olvidado de los detalles, de aquellas pequeñeces que hacen el todo de una población dándole su encanto y armonía. Y oyes diminutas notas discordantes que estropean la mejor melodía, esas que siempre se dejan para otro día porque no dan titulares ni son noticia, adoquines rotos que nunca pensaron en arreglarse, pintadas que jamás se borraron, fachadas desconchadas, aceras con disparatadas baldosas que rara vez son iguales, ese cartel olvidado que a fuerza de pasado ya anuncia desvaríos, el banco partido, la señal torcida y oxidada, el árbol tronchado, las laderas-basurero, los malos olores, las fuentes sin agua, los coches sobre las aceras, las obras interminables, restos de “apaños” por recoger que tardaran meses en desaparecer, esos cuatro pasos nunca dados para tirar el plástico en la papelera, la vieja nevera arrojada en el primer barranco… y suma y sigue por parte de todos. Teruel es todavía “abrazable” te dicen los amigos, y por eso, porque todavía es posible abarcarla y hacerla sonar de maravilla, sueñas con encontrar la partitura perfecta para un Teruel que se escuche tan sublime como se merece.
Algo más
Pues sí, “algo más” habrá que inventar. Los veranos se hicieron para vivirlos intensamente, algunos incluso para ser inolvidables y no para que se confundan ni se solapen unos con otros. Sin embargo, hay quien me dirá que ojalá todo siguiera siendo siempre así, el tiempo detenido, julio y agosto apenas diferenciados por una hoja arrancada al calendario. De acuerdo que en Teruel se está muy bien en verano: la tranquilidad, el no saber de despertadores ni de prisas, largas mañanas en la piscina, helados deshaciéndose dulces en la boca, lecturas recobradas a la hora de la siesta, paseos al atardecer, vencejos cruzando los tejados, una cerveza fría en la terraza preferida... y tertulias y risas con los amigos; y dormir... Dormir a pierna suelta mientras los visillos de la ventana abierta bailan suaves con la brisa. Dormir como una bella durmiente, encantados de la vida, de nuestra vida de vacaciones... Acaso para muchos eso es el paraíso. Sí, de acuerdo que se está en la gloria cuando el sol comienza a tumbarse por la Muela y te asomas al Óvalo adivinando el frescor bajo los chopos de la vega... Quedarse de vacaciones en Teruel es buen momento para profundizar en aficiones o para buscar otras nuevas; buscárselas uno mismo, claro, porque lo que es un catálogo de opciones no lo encuentras por mucho que lo busques. Así, si te gusta el cine, despídete, pues sólo encontrarás el mismo estreno día tras día. Si te gusta la música, la danza, los conciertos, el teatro... olvídate, porque los artistas pasan de largo por aquí. Si piensas que el buen tiempo es el momento para las actuaciones al aire libre, a lo sumo puedes tener la suerte de ver pasar “en riguroso directo” al trenecito turístico.... Siempre afortunadamente puedes acercarte a nuestros pueblos y acudir a los espectáculos y a las ofertas culturales que allí sí puedes encontrar (por ejemplo en Mora de Rubielos, Rubielos de Mora, Alcañiz o Valderrobres). Y es que en todos nuestros pueblos hay más animación, más reclamos e ideas que aquí, en julio y agosto. La ciudad de Teruel, vacía, es una espantada después de La Vaquilla. Como una paradoja tonta, no hay nadie porque no hay nada y no hay nada porque no hay nadie. Un círculo absurdo que hay que decidirse a romper ya. Teruel, los turolenses y los que pasan las vacaciones con nosotros nos merecemos también una buena programación cultural y de ocio para el verano. Hay que ponerse ya a ello. Lo demás son excusas fáciles y pocas ganas de esforzarse. ¿Por qué en verano no puede haber alternativas y propuestas de calidad en Teruel, como las hay en cualquier localidad? Tumbemos la dejadez y soñemos algo más.
Limón
El gato se llamaba Limón. Era Limón un hermoso felino Azul Ruso, de ojos verde esmeralda; ojos almendrados y grandes que fijó en él desde el primer momento. Sentado, las orejas erectas y las garras recogidas en sus largas patas, era todo misterio. La figura de ese gato de raza antigua parecía formar parte del portalón, como un pequeño dios Ra protector y vigilante grabado en las piedras de aquella casona perdida en el Matarraña. A Paco le encantó el animal y enseguida sacó el cuaderno; con trazo rápido y sabio plasmó su silueta; el papel blanco se quedó embebido de esa sensación suave y mórbida que se adivinaba en su pelaje afelpado. Se sintió más que satisfecho al mirarlo. Veranear en el pueblo es lo que tiene: mucho tiempo libre, mucho tiempo para dibujar. Su mujer les había ido echando a él y a sus bártulos poco a poco; primero del comedor, luego del salón... Paco llegó a intentar instalarse en la cocina, incluso en el pasillo junto a la ventana... pero el caballete era un estorbo, le dijo ella… y ese olor a trementina y aguarrás la molestaba sobremanera... y además, manchaba las cortinas... mejor que se fuera, que saliera a pintar fuera. Paco dejó el bodegón a mitad y cambio el óleo por la caja de acuarelas. Limón seguía allí, junto a la puerta de la casa de enfrente. Su mujer le dijo que en la casona de piedra vivía una abuela, que el gato debía ser de ella. A la mañana siguiente desayunó pronto y se sentó en el porche. Al principio disimulaba para que el gato no se diera cuenta, pero pronto supo que él lo entendía todo. Trabajaba ágil y seguro; disfrutaba viendo el resultado... hizo tres bocetos y por fin decidió pasar al lienzo. Cuando Limón le vio salir con la enorme tela soltó un maullido y se metió en la casa. Paco esperó, pero el gato ya no salió en todo el día. A la mañana siguiente los dos volvieron a estar en su sitio. Con el pincel más fino esbozó la suave forma de la cabeza, todo iba bien, consiguió llegar hasta la luz de sus pupilas, pero justo entonces Limón le miró y desapareció tras la puerta. Esta vez le siguió dentro. Su mujer no le vio en toda la mañana ni cuando salió fregona en ristre al porche. Paco llegó ese día tarde a comer, todavía con un poco de pintura azul en las mejillas y una sonrisa colgada en los dedos. Al terminar el verano en el coche no cabían los lienzos. Tendrás que dejarlos aquí hasta el año que viene, le dijo su mujer. A Paco no le importó. Sólo me llevaré uno, le dijo. Su mujer se sobresaltó un poco cuando vio el dibujo: casi una emperatriz de pelo largo y negro con un gato azul en el regazo… ¿pero quién es esa? Bueno, las abuelas tienen nietas, ya sabes... ella es Bastet, la dueña de Limón.
El incómodo
Mucho más difícil que encontrar la respuesta es saber formular la pregunta. Mil veces más complicado que encontrar la solución al problema es descubrir que éste existe. La realidad está ahí esperando ser desvelada, sólo hay que saber hacerle la pregunta correcta. Los grandes descubrimientos, los avances importantes han surgido siempre así, tras la interrogación adecuada. Afortunadamente ya no se quema a los Miguel Servet para que dejen de plantear problemas y molestias, pero el aislamiento y la incomunicación llegan a asfixiar tanto como el humo de aquellas hogueras. Preguntar y plantearse cosas es el principio del cambio, pero también del trastorno y del engorroso trabajo que le precede. No gusta demasiado a la sociedad que se la altere. Prefiere la superficie del agua en calma y lo oscuro muy al fondo. Esto lo descubre desde bien niño nuestro personaje, sabe que resulta fastidioso. El incómodo, en su infancia suele descolocar a sus mayores y dejar dos segundos en suspense (que no suspenso) a su maestro de primaria. Pronto aprende ya de jovencito que preguntar normalmente termina con un esto es así porque sí, o porque lo digo yo, o si quieres vivir tranquilo no preguntes tanto. En la historia del incómodo siempre hay un momento en que éste quiere actuar y ser útil. Y es entonces cuando debe decidirse: o se gana fama de rebelde y difícil y sigue adelante avanzando (pese a todos y pese a sí mismo) o simplemente se calla y se para, terminando por ponérsele una cara con un cierto aire de místico alelado que la gente confunde a veces con pasotismo. Puede que le pueda la cobardía y logre camuflarse en el grupo o puede que se quede solo (al incómodo le ríen las gracias los amigos siempre y cuando no se refiera a ellos, lo cual sucede tarde o temprano, claro). Ser crítico, tener criterio, intentar formarse un juicio propio no se lleva. El incómodo aguanta poco en la política (en la mala y por desgracia la más común) porque o bien le echan o bien termina por irse agotado de tanta incompetencia y de tanto servilismo. Al incómodo le cuesta trabajar en un grupo en el que cada uno va a la suya sin metas que no sean su propio beneficio. El incómodo suele terminar por callarse como lo hizo cuando era niño. Sólo algunos, muy pocos, consiguen hacerse oír y ser un referente como aquellos profetas del desierto en tiempos de desolación (mejor pues que sean pocos si así nos toca menos desolación). Lo cierto es que la mayoría de los incómodos suelen terminar cuidando lechugas en su huerto mientras leen a Cicerón, como hacía el propio Cicerón. Eso que se pierde la política, eso que nos perdemos todos.
El cuaderno
Hace muchos, muchos años (antes de que las primeras cámaras de fotos se nos colgaran definitivamente al cuello o las digitales se nos colaran con disimulo en los bolsillos) cualquier buen viajero que se preciara lo llevaba siempre consigo. Un cuaderno era el objeto imprescindible que nunca faltaba en el equipaje. No muy grande para que fuera más manejable, preferiblemente de tapas algo duras para poder escribir y dibujar cómodamente, el cuaderno era el tesoro que se iba completando poco a poco a medida que transcurría el afán del viaje. Testimonio de aventuras, de caras y voces diferentes, recuerdo impagable de curiosidades y evocaciones al albur de los nuevos paisajes, día a día sus hojas blancas se iban llenando de vida como si de un álbum mágico se tratara. Apuntando despacio en el silencio del hotel, se recobraba de nuevo la jornada agitada de museos; apoyados en la columna bajo la sombra de la catedral, se evocaba amorosamente la silueta del anciano ciprés del claustro; sentados en el césped del parque o en el café tras los ventanales empañados por la lluvia... cualquier lugar, cualquier momento, era bueno para escribirlo. Ya de vuelta, exploradores o simples turistas, todos guardaban con mimo aquellas sencillas libretas escritas a mano. Apiladas en los estantes, esperaban pacientemente a que la nieve o la noche de insomnio animara a abrirlas y releerlas. Eran memoria y testimonio; eran cuadernos de bitácora, y la lectura de estos compañeros siempre volvía a ser un reencuentro con lo más genuino, con lo más auténtico de nosotros mismos, especialmente vulnerables cuando estamos lejos de lo cotidiano, lejos de casa. La seducción de la fotografía, el poder de la imagen, fue poco a poco relegando al olvido el gusto por la palabra mucho más laboriosa. Pero los usos y los hábitos son volubles y hete aquí que de nuevo se ha puesto de moda la afición por los diarios de viaje. El año pasado ya lo pude comprobar, pero este año lo he confirmado al encontrarme bastantes más viajeros (parejas jóvenes la mayoría) escribiendo en sus cuadernos. Bajo la sombrilla, mientras se deshace el hielo del refresco, los he visto ensimismados escribiendo complacidos. Confieso que me he sonreído con complicidad cuando he descubierto a varios con sus libretas Moleskine (a mí también me han regalado una). La agenda Moleskine, auténtico icono del viajero, se ha empezado a poner de moda más que nunca. Quizás por esnobismo, quizás por el éxito de un marketing inteligente, lo cierto es que el invento parece que vuelve de nuevo a funcionar y cada vez más se puede ver a los “viajeros” (un grado más que “turistas”) acompañados de su cuaderno de viaje, como hace muchos, muchos años.
Nubes
En el cielo las nubes parecían un montón de cacharros. Como esos que se atan a los coches de los novios en las películas americanas, todo el cielo cubierto por absurdos cazos y cazuelas flotando blancos en el cielo desierto de Teruel. Tanto tiempo en horizontal bajo el sol despiadado la hacía delirar, pensó. Se levantó decidida y pasó muy cerca de la piscina. Su ex se lo hubiera dicho, hasta le pareció oír la conocida voz con el archiconocido “eres un desastre” cuando el libro se deslizó de la bolsa mal cerrada y cayó al agua. Junto al borde, le aparecieron primero las pestañas coronadas de gotitas de agua, después la sonrisa y por último su libro empapado, reluciente como una inesperada Excalibur, blando como un reloj de Dalí. Ligar en la piscina era ridículo a su edad, pensó, pero hacerlo cuando sólo te queda un día de vacaciones le parecía más bien patético... por eso se sonrió por dentro y dejó que el corazón le latiera un poco más deprisa cuando él le contó que también, ¡bendita casualidad!, vivía en Barcelona... que trabajaba en el Acuario y que hacía tiempo que le entusiasmó aquel mismo libro que acababa de salvar del naufragio. Le brillaba la piel con el sol a aquel biólogo, y a ella le pareció que la recubrían escamas microscópicas. El flechazo fue mutuo, y a aquel siluro atrapado por un libro flotando, atraído por un cebo improvisado y espontáneo de letras a la deriva, ella le prometió aprender a bucear ese mismo otoño y le aseguró que visitarían juntos la próxima primavera las praderas sumergidas de posidonias y el bosque abisal de gorgonias rojas y blancas de las Islas Medas. El sol le hacía entornar los ojos mientras conducía de regreso al hogar; en el asiento del copiloto él le hablaba de ánforas griegas misteriosamente selladas todavía, de vidrios romanos reflejando luces oscuras, de anclas y timones, de corales y calas de ensueño... y del mar, sobre todo del mar profundo, inmóvil y silencioso. Conducía, y en el cielo las nubes volvían a formar una línea transversal balanceándose sobre el horizonte. De pronto fue como si toda la cacharrería celeste cayera. Ruido, una sombra sobre los párpados rosados y volvía a estar tumbada bajo el implacable sol de septiembre. Lo vio dentro de la piscina, la miraba fijamente tras las pestañas mojadas, pero ella –definitivamente su ex tenía razón: “era un desastre”– no llevaba ningún libro en la bolsa, y... ¡poco se puede pescar sin anzuelo! Cerró los ojos para recobrar por un segundo su último sueño de vacaciones y salió en busca de la Tramontana, hacia el otoño suave. En el cielo las nubes de Teruel eran peces de colores.
¡Y un jamón!
Noche de septiembre de 1972 en una frontera de España/Francia. Dos grandes focos dan luz blanca y fría. La escena parece irreal, como si todo sucediera dentro de un enorme escaparate encendido con la sombra del Pirineo al fondo. Revuelo entre los oficiales de las garitas francesas... y prisas, porque se acerca la hora de la cena y los coches comienzan a formar una fila demasiado larga. Cuatro, cinco... hasta nueve coches parados, aguardando a que se levante la barrera y de una vez por todas los gendarmes griten: “continuez, en avant!”. El problema está en el primer coche, el de color crema; en el viejo Mercedes de segunda mano, en el que viajan el matrimonio español y sus dos hijos, las cosas no están en orden. La revisión de la documentación ha sido la habitual pero a Pierre le ha parecido verlo en la parte baja del maletero. Y va sacando el equipaje; en el suelo se amontonan las bolsas, los juguetes de los críos y sí ... al final está allí. Ha aparecido envuelto entre periódicos y camuflado bajo la vieja manta. Oloroso, brillando su piel sonrosada, con toda su hermosura, con toda su esplendidez bajo las candilejas: voilà, ¡la pata del cerdo, el pernil, el jamón de marras!... “Señogues, écoute-moi, pog favoog... no pueden pasaag avec le jambon... est pgrohibido, entendiegon?...da igual que solo sea uno... nos lo quedamos nosotgros ici, confisqué... que ya tenemos cena, preparad el vino (esto último, dicho en francés, en voz baja y con un guiño lo ha dicho Maurice a los otros gendarmes). Pero ni Pascual ni su mujer están dispuestos a dejar el flamante botín en manos de los diligentes y hambrientos gabachos... que ese jamón/jambon de Teruel lo quieren para merendar con sus amigos en la fría ciudad de Mannheim. Pero el ultimátum ya es definitivo, hay que dejar “el jambon” porque si no, no pasan. Manuel, un soriano decidido, sale del Renault azul de detrás y les da la solución: “comámoslo aquí, entre todos, comámoslo en suelo español, antes de cruzar... ¡hay que ir bien preparados para lo que nos espera, amigos!” Pronto, alrededor del jamón hay una veintena de españoles frotándose las manos y salivando. Recuerdos y afanes, nostalgia y angustias se hacen olvido festivo en el jamón de Pascual... y hay para todos, hasta para Pierre y Maurice. Jamón de Teruel detenido en la frontera, jamón de Teruel compartido... y es que, fuera de casa, lejos de los tuyos y sin jamón... ¡señores, eso es demasiado! Hoy las fronteras se han olvidado en Europa y hasta en China se comienza a hablar de nuestro “lico jamón”. Son otros tiempos éstos, en que los emigrantes ya afortunadamente no somos nosotros... ahora es nuestro jamón el que se nos marcha fuera y seguro que semejante embajador dejará más que un buen sabor de nuestra tierra.
BIENVENIDAS
La grulla ha visto la mirada del oso pardo y no la olvida. Lo busca mientras planea dejándose acariciar por las corrientes del aire frío que llegan del Ártico. Por fin lo ve allá abajo: la enorme silueta avanza sobre la taiga y levanta la cabeza para mirarla justo cuando pisa su sombra en el suelo helado. Se pierde la grulla gris donde se deja adivinar el océano y apresura el vuelo mientras va en busca de la cría. La vida en el límite le sube caliente y roja al gran pájaro y le hace batir fuerte las alas. En la pradera de líquenes la manada de renos parece petrificada, apenas mueven sus cornamentas, arborescencias en miniatura que parecen replicas del vecino bosque boreal. Y se acelera la grulla sintiendo la mañana cada día más fría y la luz más pálida, sabe que el gran viaje se aproxima. Silba la hierba allá abajo y sobre el musgo reposa descuidado el pollo; el antiguo paraíso de agua azul es ahora un cristal de escarcha sobre el que se refleja su plumaje oscuro de adolescente. De pronto un tropel de zarapitos y dos parejas de ánsares saltan al cielo en un alboroto que extraña al silencio de la tundra. Como un fantasma la gran lechuza mira caer la nieve en tanto, cada vez más cerca, se hunden las pisadas del oso. Merodea éste junto a los árboles enanos y el hambre aprieta. El aliento del oso sobre la cría es la pesadilla que hace despertar. Pero esta mañana es serena y habita tranquila la familia de zancudas rodeada de multitud de sus iguales. El cierzo decidido las acuna y el peligro es un recuerdo tan lejano como los campos de hielo oscuro de Escandinavia. Están ya aquí las aves viajeras. Sobre lo alto de Torralba de los Sisones se ve la Laguna de Gallocanta. Allí es tiempo de fiesta de bienvenida porque ha llegado noviembre, y cuando el sol cae rodando, el crepúsculo se llena de uves perfectas que se adentran desde todos los horizontes: desde las sierras de Santa Cruz y Pardos a la sierra Menera y la de Caldereros el centro mismo es la gran lámina de plata. Miles de alas suspendidas se escuchan en la estepa en un espectáculo que ningún turolense debiera perderse. Gallocanta, Berrueco, Las Cuerlas, Bello, Tornos rodean a la laguna natural más grande de España, una de las zonas húmedas mas valiosas de Europa, de importancia ecológica fundamental, dicen los folletos. Este lugar mágico es todo eso y mucho más, porque, por un corto espacio de tiempo, guardará toda la belleza de la luna otoñal en los ojos cristalinos de miles de grullas, que descansarán, como estrellas titilando, sobre el agua y las parameras de Teruel.
La grulla ha visto la mirada del oso pardo y no la olvida. Lo busca mientras planea dejándose acariciar por las corrientes del aire frío que llegan del Ártico. Por fin lo ve allá abajo: la enorme silueta avanza sobre la taiga y levanta la cabeza para mirarla justo cuando pisa su sombra en el suelo helado. Se pierde la grulla gris donde se deja adivinar el océano y apresura el vuelo mientras va en busca de la cría. La vida en el límite le sube caliente y roja al gran pájaro y le hace batir fuerte las alas. En la pradera de líquenes la manada de renos parece petrificada, apenas mueven sus cornamentas, arborescencias en miniatura que parecen replicas del vecino bosque boreal. Y se acelera la grulla sintiendo la mañana cada día más fría y la luz más pálida, sabe que el gran viaje se aproxima. Silba la hierba allá abajo y sobre el musgo reposa descuidado el pollo; el antiguo paraíso de agua azul es ahora un cristal de escarcha sobre el que se refleja su plumaje oscuro de adolescente. De pronto un tropel de zarapitos y dos parejas de ánsares saltan al cielo en un alboroto que extraña al silencio de la tundra. Como un fantasma la gran lechuza mira caer la nieve en tanto, cada vez más cerca, se hunden las pisadas del oso. Merodea éste junto a los árboles enanos y el hambre aprieta. El aliento del oso sobre la cría es la pesadilla que hace despertar. Pero esta mañana es serena y habita tranquila la familia de zancudas rodeada de multitud de sus iguales. El cierzo decidido las acuna y el peligro es un recuerdo tan lejano como los campos de hielo oscuro de Escandinavia. Están ya aquí las aves viajeras. Sobre lo alto de Torralba de los Sisones se ve la Laguna de Gallocanta. Allí es tiempo de fiesta de bienvenida porque ha llegado noviembre, y cuando el sol cae rodando, el crepúsculo se llena de uves perfectas que se adentran desde todos los horizontes: desde las sierras de Santa Cruz y Pardos a la sierra Menera y la de Caldereros el centro mismo es la gran lámina de plata. Miles de alas suspendidas se escuchan en la estepa en un espectáculo que ningún turolense debiera perderse. Gallocanta, Berrueco, Las Cuerlas, Bello, Tornos rodean a la laguna natural más grande de España, una de las zonas húmedas mas valiosas de Europa, de importancia ecológica fundamental, dicen los folletos. Este lugar mágico es todo eso y mucho más, porque, por un corto espacio de tiempo, guardará toda la belleza de la luna otoñal en los ojos cristalinos de miles de grullas, que descansarán, como estrellas titilando, sobre el agua y las parameras de Teruel.
OLVIDOS
A veces en vacaciones ocurren cosas extrañas como la desaparición el año pasado de mi vecino. Nadie se explicó que le ocurrió y probablemente nadie lo sabrá nunca, salvo ustedes, yo y mi vecino claro. La lona era de color verde. Cuando se la entregó el hombre de la agencia no le extrañó porque aquel mismo 15 de julio era su cumpleaños. Buscó la tarjetita y quiso preguntar al repartidor, pero no estaban ni el uno ni la otra. Eligió los dos chopos más lejanos a la casa y montó la hamaca aquella misma tarde. Inexperto en bricolaje, consiguió sin embargo el ángulo ideal y comprobó satisfecho al tirar de los anclajes que la fijación era perfecta. Hubo expectación familiar cuando se tumbó por primera vez; miradas cómplices y risa contenida esperando que cayera, patoso, al césped... pero se zambulló en la hamaca con agilidad pasmosa, y allí se quedó, bamboleando con los brazos cruzados bajo la cabeza, las piernas estiradas y una sonrisa boba en la cara. Comodísimo, le resultó muy agradable aquel ligero vaivén de barquito varado. No hubo quien le hiciera ya bajar de la hamaca; sus hijos se quedaron con las ganas de probarla, lo mismo que su mujer que después de reírse un rato de él (un gusano gordo y rosa bailoteando en una manzana, le dijo que parecía) se volvió aburrida a casa a ver la telenovela. Pronto descubrió que la mejor posición era la diagonal, así conseguía relajarse al máximo y que la espalda estuviera recta. Durmió una siesta larga y al despertar le pareció que nunca se había sentido tan descansado. Le llamaron a cenar, pero les dijo que no quería perderse la luna enorme, rodándole justo por encima, y fue entonces cuando decidió olvidarse de todo. Esa noche, cuando sólo se oían los grillos le pareció sentir un dulce aliento y se estremeció de gusto, fue como si una hermosa mujer le acabara de besar por primera vez. Con los días aprendió a cobijarse del sol y la lluvia con la lona. Lo peor fue su familia y cuando se negaron a seguir llevándole comida. Pero no importaba el hambre: cada vez dormía más y cada vez se despertaba más ligero. Notaba la hamaca más grande y acunándole más fuerte, mientras él se hundía entre la tela. Se asustó cuando pensó que quizás era él quien se hacía cada minuto más pequeño. Quiso bajarse pero sólo logró asomarse por el borde. A lo lejos vio a su mujer. La llamó pero su voz rebotaba sobre la hamaca como si toda ella fuera un universo inmenso que sólo le devolvía el eco. Antes de que le engullera definitivamente, supo que nunca se les ocurriría buscarle entre el fino hilo de bramante de la hamaca verde y que ya desmontada pasado el verano, serían ellos los que le olvidarían para siempre en el desván.
A veces en vacaciones ocurren cosas extrañas como la desaparición el año pasado de mi vecino. Nadie se explicó que le ocurrió y probablemente nadie lo sabrá nunca, salvo ustedes, yo y mi vecino claro. La lona era de color verde. Cuando se la entregó el hombre de la agencia no le extrañó porque aquel mismo 15 de julio era su cumpleaños. Buscó la tarjetita y quiso preguntar al repartidor, pero no estaban ni el uno ni la otra. Eligió los dos chopos más lejanos a la casa y montó la hamaca aquella misma tarde. Inexperto en bricolaje, consiguió sin embargo el ángulo ideal y comprobó satisfecho al tirar de los anclajes que la fijación era perfecta. Hubo expectación familiar cuando se tumbó por primera vez; miradas cómplices y risa contenida esperando que cayera, patoso, al césped... pero se zambulló en la hamaca con agilidad pasmosa, y allí se quedó, bamboleando con los brazos cruzados bajo la cabeza, las piernas estiradas y una sonrisa boba en la cara. Comodísimo, le resultó muy agradable aquel ligero vaivén de barquito varado. No hubo quien le hiciera ya bajar de la hamaca; sus hijos se quedaron con las ganas de probarla, lo mismo que su mujer que después de reírse un rato de él (un gusano gordo y rosa bailoteando en una manzana, le dijo que parecía) se volvió aburrida a casa a ver la telenovela. Pronto descubrió que la mejor posición era la diagonal, así conseguía relajarse al máximo y que la espalda estuviera recta. Durmió una siesta larga y al despertar le pareció que nunca se había sentido tan descansado. Le llamaron a cenar, pero les dijo que no quería perderse la luna enorme, rodándole justo por encima, y fue entonces cuando decidió olvidarse de todo. Esa noche, cuando sólo se oían los grillos le pareció sentir un dulce aliento y se estremeció de gusto, fue como si una hermosa mujer le acabara de besar por primera vez. Con los días aprendió a cobijarse del sol y la lluvia con la lona. Lo peor fue su familia y cuando se negaron a seguir llevándole comida. Pero no importaba el hambre: cada vez dormía más y cada vez se despertaba más ligero. Notaba la hamaca más grande y acunándole más fuerte, mientras él se hundía entre la tela. Se asustó cuando pensó que quizás era él quien se hacía cada minuto más pequeño. Quiso bajarse pero sólo logró asomarse por el borde. A lo lejos vio a su mujer. La llamó pero su voz rebotaba sobre la hamaca como si toda ella fuera un universo inmenso que sólo le devolvía el eco. Antes de que le engullera definitivamente, supo que nunca se les ocurriría buscarle entre el fino hilo de bramante de la hamaca verde y que ya desmontada pasado el verano, serían ellos los que le olvidarían para siempre en el desván.
LA PRIMERA
Estás precioso, alegres los ojos, tan simpático; te veo así, pequeño y tierno, tan indefenso... y sin embargo sé que tu sonrisa conoce ya el mejor de los secretos, porque ante ella y por ella nos deshacemos todos. Terminan de vestirte y el ritual llega al final cuando tu madre te anuda suavemente el pañuelico rojo y da dos pasos atrás para admirarte... y vas tú y palmoteas y levantas los bracitos y… y ya aquello es una fiesta. ¡La máquina de fotos dónde está?, tráela corre!! Asombrado ante tanto revuelo, miras fijo al objetivo y cuando se oye el clic de la cámara va la batería y marca apenas una línea... Mientras tus padres buscan pilas o cables, que no hay quien les siga con tantas prisas, yo me quedo a solas contigo y te hablo despacito, para que sólo me oigas tú... y te miro y tú me miras atento, y te digo que éste es un día grande. Asisto entusiasmada a tu primera vez de blanco y rojo y te deseo, como las buenas hadas madrinas, que sean muchos, muchos y muchos más los nudos que en adelante te hagas en tu pañuelo vaquillero... Que al año que viene bailes en tu primera charanga sobre los hombros de tu padre; que en otros pocos años, de madrugada, veas correr los ensogados y los sigas por el viaducto, aún con pasitos cortos, de la mano de tu abuelo; que luego seas cómplice del más blando de la familia para pedir volver más tarde a casa; que a los quince con tus amigos rodees el pilar del Torico, con la emoción a punto de estallar en esta pequeña plaza, centro del mundo; que a los diecisiete roces con timidez la mano de la chica que te gusta hasta llevarla a bailar bajo el azul oscuro de la noche del domingo de vaquillas; que tu blusón se llene de escudos de la peña, como farolillos sobre negro; que te rías, que cantes, que meriendes el regañao del lunes sentado en la acera, que sueñes... que sientas dentro de ti la envoltura de algo tan especial como es el espíritu de La Vaquilla. Esa sensación de pertenecer a un sitio, a un lugar magnífico como es Teruel, tu casa, tu hogar para siempre, pese a que tengas que cruzar mañana mares y ríos nuevos. Es un buen regalo el que la suerte te ofrece hoy y que se renovará cada año: sentirte vaquillero es sentirte feliz y protegido entre los tuyos; reconocerse parte de tu gente, saber que por unos días todo es fraternidad y concordia bajo nuestras torres, generosidad con el visitante al compás de la alegría. Y ya me callo, porque oigo a tus padres que vuelven, cada uno con una pila nueva, y la ocasión merece un poquito de atención... porque vas a tener el primer recuerdo, tu primera foto de la Vaquilla primera.
LLUVIA
Mi sobrino Aitor guarda uno de sus regalos de cumpleaños todavía sin estrenar. Puede que este domingo tengas suerte, no sé, le digo yo, haciéndome la despistada cuando me pregunta inquieto… y le cambio de tema y le hablo entusiasmada de una fantástica página web que he encontrado con juegos “que son muy chulos” y que se los puede bajar gratis y que ya verá… son “una auténtica pasada” y le hago un guiño cómplice mientras sonrío. Al cerrar la puerta, oigo mis huellas bajo las estrellas de este cielo de invierno que se olvidó de la nieve; resuenan mis pasos por las calles sosegadas de este Teruel donde no nos llueve desde un lejano día de noviembre; y siento, tras un absurdo escalofrío, que yo también la echo de menos, que desde hace meses vengo notando, como todos, que me falta la lluvia. La busco hacia el confín, en ansiosa y dulce espera, más allá de los vuelos de los pájaros, pero sólo veo la nube gris de la añoranza y el humo de chimeneas. Mirar la lluvia tras la ventana abierta, o acelerar a la carrera sorteando los charcos, notar manantiales azules corriendo bajo los pies mojados, protegernos del chaparrón bajo cualquier alero, con la risa un poco floja y respirando agitados la emoción del agua; los ojos más vivos, húmedos también como el tiempo y el aire… La lluvia… Es bonita hasta en cómo suena su nombre: la lluvia. Oler a lluvia. Respirar lluvia. Ver a través de la lluvia encenderse las rojas arcillas y resplandecer las calizas blancas que bordean la ciudad… la vega, que reluce de un verde oscuro desde el Óvalo mientras platea alegre el Turia bajo los altos árboles… Un chaparrón de colores, luces y aromas sobre nosotros… recuerdos de infancia chapoteando con botas de plástico a la salida del Juan Espinal… Oír caer la lluvia suave bajo el rebozo de las sábanas antes de levantarnos; sobrecogerse por el aguacero y los rayos cruzando el horizonte desde la Muela; la lluvia dulce, la lluvia fuerte, la lluvia enojada… hinchando al fin de vida raíces secas y flores tristes… Cierro los ojos y vuelvo a sentir florecer los girasoles. Y me pregunto a quién queremos engañar y cuánto nos va a costar reaccionar. Que algo no marcha como siempre está claro, no se le escapa a Aitor ni a sus pequeños amigos, aunque ellos no tengan un paraguas con recuerdos de lluvia como yo, sino tan sólo su primer paraguas, aún por estrenar.
Mi sobrino Aitor guarda uno de sus regalos de cumpleaños todavía sin estrenar. Puede que este domingo tengas suerte, no sé, le digo yo, haciéndome la despistada cuando me pregunta inquieto… y le cambio de tema y le hablo entusiasmada de una fantástica página web que he encontrado con juegos “que son muy chulos” y que se los puede bajar gratis y que ya verá… son “una auténtica pasada” y le hago un guiño cómplice mientras sonrío. Al cerrar la puerta, oigo mis huellas bajo las estrellas de este cielo de invierno que se olvidó de la nieve; resuenan mis pasos por las calles sosegadas de este Teruel donde no nos llueve desde un lejano día de noviembre; y siento, tras un absurdo escalofrío, que yo también la echo de menos, que desde hace meses vengo notando, como todos, que me falta la lluvia. La busco hacia el confín, en ansiosa y dulce espera, más allá de los vuelos de los pájaros, pero sólo veo la nube gris de la añoranza y el humo de chimeneas. Mirar la lluvia tras la ventana abierta, o acelerar a la carrera sorteando los charcos, notar manantiales azules corriendo bajo los pies mojados, protegernos del chaparrón bajo cualquier alero, con la risa un poco floja y respirando agitados la emoción del agua; los ojos más vivos, húmedos también como el tiempo y el aire… La lluvia… Es bonita hasta en cómo suena su nombre: la lluvia. Oler a lluvia. Respirar lluvia. Ver a través de la lluvia encenderse las rojas arcillas y resplandecer las calizas blancas que bordean la ciudad… la vega, que reluce de un verde oscuro desde el Óvalo mientras platea alegre el Turia bajo los altos árboles… Un chaparrón de colores, luces y aromas sobre nosotros… recuerdos de infancia chapoteando con botas de plástico a la salida del Juan Espinal… Oír caer la lluvia suave bajo el rebozo de las sábanas antes de levantarnos; sobrecogerse por el aguacero y los rayos cruzando el horizonte desde la Muela; la lluvia dulce, la lluvia fuerte, la lluvia enojada… hinchando al fin de vida raíces secas y flores tristes… Cierro los ojos y vuelvo a sentir florecer los girasoles. Y me pregunto a quién queremos engañar y cuánto nos va a costar reaccionar. Que algo no marcha como siempre está claro, no se le escapa a Aitor ni a sus pequeños amigos, aunque ellos no tengan un paraguas con recuerdos de lluvia como yo, sino tan sólo su primer paraguas, aún por estrenar.
ENCUENTROS
“Iba una nena de verde pistacho leyendo “La invención de la soledad”. El personaje de Auster que buscaba entre los recuerdos de su padre muerto, que buscaba a ese hombre misterioso y hermético que fue su padre. El Dios padre que deja a sus hijos abandonados a sus propias preguntas , a sus interrogantes... ¡genial que una chica de veinte años lea ese libro en el metro, apenas levantando la vista entre estación y estación... el libro más intenso que leí en aquellos años...” Se encuentra con este mensaje de su amigo en el primer correo de esta mañana y le contesta que se alegra por él , porque ser capaz de reconocer una estrella brillando aún pálida de pistacho en aquel asiento opaco de lo cotidiano, tan de mañana , camino del trabajo, el sueño colgado bajo los párpados y las prisas en el estomago, es harto difícil, casi un milagro. Y le sigue escribiendo que le envidia, sin malicia pero que le envidia mucho mucho por esa suerte del anonimato de las grandes ciudades que te permite mirar un poco más rato del que nos permitimos aquí para no rayar en la insolencia aun cuando sea tan sólo para tratar de leer el titulo de un libro que adivinas viejo amigo tuyo, esta vez entre las manos de una desconocida viajera que jamás volverás a ver , que le envidia porque a veces hecha de menos esa multitud con la que uno se roza a diario sin saber su nombre, su familia, su trabajo, ni siquiera sus simpatías y afiliación políticas, esa suerte que te permite por sorpresa esos encuentros de más de dos segundos que abren una ventana al gris de un día cualquiera . Y le contesta su amigo, en un “responder al remitente” cargado de ironía, imagina ella que sonriendo con su sabiduría de hombre eterno y sabio, que “probablemente la de verde si sigue leyendo cosas así será una desgraciada con conciencia cuando sea mayor”... Ahora es ella la que se sonríe y piensa en darse una vuelta por Teruel. La fantasía venciendo la apariencia y el convencionalismo que en su pequeña ciudad a veces se enreda en las almas como a las paredes cansadas de los barrios silenciosos. “ Somos permanentemente víctimas de contingencias cotidianas. Nuestras vidas están hechas de accidentes... La casualidad existe..." decía Paul Auster y ella busca esa magia mientras cruza el viejo viaducto y cruza la glorieta desierta, no es un suburbio de Newark , ni las calles el Nueva York, ni siquiera la boca de metro de Madrid donde se perdieron un dia su amigo y aquella chica del libro.
“Iba una nena de verde pistacho leyendo “La invención de la soledad”. El personaje de Auster que buscaba entre los recuerdos de su padre muerto, que buscaba a ese hombre misterioso y hermético que fue su padre. El Dios padre que deja a sus hijos abandonados a sus propias preguntas , a sus interrogantes... ¡genial que una chica de veinte años lea ese libro en el metro, apenas levantando la vista entre estación y estación... el libro más intenso que leí en aquellos años...” Se encuentra con este mensaje de su amigo en el primer correo de esta mañana y le contesta que se alegra por él , porque ser capaz de reconocer una estrella brillando aún pálida de pistacho en aquel asiento opaco de lo cotidiano, tan de mañana , camino del trabajo, el sueño colgado bajo los párpados y las prisas en el estomago, es harto difícil, casi un milagro. Y le sigue escribiendo que le envidia, sin malicia pero que le envidia mucho mucho por esa suerte del anonimato de las grandes ciudades que te permite mirar un poco más rato del que nos permitimos aquí para no rayar en la insolencia aun cuando sea tan sólo para tratar de leer el titulo de un libro que adivinas viejo amigo tuyo, esta vez entre las manos de una desconocida viajera que jamás volverás a ver , que le envidia porque a veces hecha de menos esa multitud con la que uno se roza a diario sin saber su nombre, su familia, su trabajo, ni siquiera sus simpatías y afiliación políticas, esa suerte que te permite por sorpresa esos encuentros de más de dos segundos que abren una ventana al gris de un día cualquiera . Y le contesta su amigo, en un “responder al remitente” cargado de ironía, imagina ella que sonriendo con su sabiduría de hombre eterno y sabio, que “probablemente la de verde si sigue leyendo cosas así será una desgraciada con conciencia cuando sea mayor”... Ahora es ella la que se sonríe y piensa en darse una vuelta por Teruel. La fantasía venciendo la apariencia y el convencionalismo que en su pequeña ciudad a veces se enreda en las almas como a las paredes cansadas de los barrios silenciosos. “ Somos permanentemente víctimas de contingencias cotidianas. Nuestras vidas están hechas de accidentes... La casualidad existe..." decía Paul Auster y ella busca esa magia mientras cruza el viejo viaducto y cruza la glorieta desierta, no es un suburbio de Newark , ni las calles el Nueva York, ni siquiera la boca de metro de Madrid donde se perdieron un dia su amigo y aquella chica del libro.
NOCHE DE SAN JUAN
Sabed humanos que, maravillada como cada año, he visto salir esta mañana al sol bailando. No he faltado a la cita más esperada del año y, como todas las noches de San Juan, he esperado la aparición de la gran estrella deshojando el canto al alba, con el frasquito del rocío de flores entre las manos todavía tibias de hogueras. Que en esta noche todo es posible lo saben los ancianos y también lo presienten los niños, los más sabios de los vuestros. Y es que la luna creciente, que apenas fue esta vez una sonrisa en el cielo, no ha podido evitar que se abrieran las puertas invisibles de par en par, por las que mis compañeros y yo hemos atravesado, más poderosos y engalanados que nunca, a la otra realidad. Toda la oscuridad estaba pendiente de que se iluminara el horizonte, mientras nosotros hemos podido pasear, al fin libres, por campos y ciudades. Grutas y manantiales estremecidos, cocinas y habitaciones palpitando sosegados tras los cristales de las casas, vuestros confiados hogares... todo lo hemos recorrido nosotros, duendes, princesas encantadas, brujas, ninfas, hadas y demonios, saurios y elfos, fantasmas, gigantes y pálidos guerreros... Transparentes y anhelantes durante toda la noche, hemos sido testigos de vuestros encantamientos, bailes y rituales; hemos oído los conjuros de cintas de colores enlazadas y el titilar de las manzanas al chocar flotando en el agua. Sabed humanos que a menudo lo conseguís. Conoced que tocando en este crepúsculo mágico el corazón del tiempo, lográis arrancarnos la ternura y concederos aquello que tanto deseáis: amores y belleza, salud, tesoros escondidos y hasta un poquito de poder. El misterio del solsticio de verano juega a vuestro favor y obedientes a vuestras súplicas hemos alejado para San Juan males y tristezas de todos aquéllos que creyeron que aún era fácil. Os anuncio que hemos bajado hechizos desde el pico Jabalón hasta las mismas puertas de Teruel, y jugado toda la noche al escondite en las almenas de vuestras torres. A la salida del sol sobre los tejados de la ciudad nos hemos asomado al alma convencida de Miguel, soñando a la ciudad como barco sin derivas, nos hemos encontrado con la mirada vuelta hacia el futuro de Manolo, y por fin nos hemos arropado con la seguridad de Lucía y la esperanza de Paco. Termina el ritual del fuego y el agua y ya está aquí el día más largo. La ciudad olvida apariciones y promesas. Mientras el talismán vuelve a la caja, mis compañeros y yo nos volvemos al envés del sol y nos despedimos de vosotros hasta la próxima noche de San Juan, la noche más mágica del año. Mientras tanto, no os olvidéis de soñarnos...
PALABRAS
Leí este jueves en el Diario de Teruel la carta de un lector preocupado por las obras que se están ejecutando en la ribera del Turia. En ese escrito había tanto de inquietud y temor como de emoción y cariño por nuestro río. Reunían esas líneas tanta pasión, eran tan claras, que daban ganas al terminar de leerlas, de bajar corriendo a la vega y borrar con un tipex mágico las señales que marcan los árboles condenados (ya vimos algo parecido con el jardín junto a la estación que hoy parece más una triste maqueta de un jardín fingido que los frondosos jardincillos de castaños que hemos conocido muchas generaciones de turolenses). Porque hay palabras que anticipan verdades, realidades contadas que no hace falta verlas para saberlas, para estar seguros de que son algo más que letras. Y eso es lo que ocurre con cartas como la de este lector; llamadas tan tangibles que sabes que no te vas a sorprender en nada cuando las compruebes porque la preocupación te llega antes de que te acerques por allí y veas; porque es como si el que las ha escrito fueras tú mismo, sus ojos son tus ojos, sus palabras son tan ciertas que ya te lo han anticipado todo. Hacen falta palabras que adelanten lo real, que nos avisen, que sean precisas, tan palpables y luminosas que no dejen lugar a dudas ni recelos. Necesitamos palabras que no hablen sólo de promesas, e imágenes grandilocuentes. Anoche releía a Clément Rosset: “La realidad no tiene “afueras”... rechazarla constituye el mayor de los peligros... da origen a espejismos de todo tipo, futuros luminosos y apocalipsis redentores...” No puedo estar más de acuerdo con el filósofo, aunque añadiría más: hoy no se lleva ir de héroe. Leónidas, el bravo y sufrido rey espartano y sus trescientos valientes son sólo ya dibujos de colores en la pantalla del cine. Nadie lee a Herodoto y hoy al héroe se le llama tonto, aunque sean sus armas tan sólo palabras y su escudo la sonrisa. Pero qué importan las modas: aún necesitamos de la palabra. Por eso me entristeció leer el pasado domingo la despedida de su sección en este periódico de Alfonso Casas. Virando a “Barlovento” hemos navegado todos unos poco más rápidos, más seguros, mucho más felices; virando a barlovento, una brisa de libertad nos envolvía a veces. El escritor callado permanece solo de noche con su estrella; más allá, en los límites de un Teruel encogido y olvidado, los juncos y los árboles asustados de la ribera del Turia no gritan, apenas susurran, esperando que el viento sople alguna vez a su favor y les dé por fin la voz. Gracias al lector, gracias Alfonso y no dejes de navegar.
Leí este jueves en el Diario de Teruel la carta de un lector preocupado por las obras que se están ejecutando en la ribera del Turia. En ese escrito había tanto de inquietud y temor como de emoción y cariño por nuestro río. Reunían esas líneas tanta pasión, eran tan claras, que daban ganas al terminar de leerlas, de bajar corriendo a la vega y borrar con un tipex mágico las señales que marcan los árboles condenados (ya vimos algo parecido con el jardín junto a la estación que hoy parece más una triste maqueta de un jardín fingido que los frondosos jardincillos de castaños que hemos conocido muchas generaciones de turolenses). Porque hay palabras que anticipan verdades, realidades contadas que no hace falta verlas para saberlas, para estar seguros de que son algo más que letras. Y eso es lo que ocurre con cartas como la de este lector; llamadas tan tangibles que sabes que no te vas a sorprender en nada cuando las compruebes porque la preocupación te llega antes de que te acerques por allí y veas; porque es como si el que las ha escrito fueras tú mismo, sus ojos son tus ojos, sus palabras son tan ciertas que ya te lo han anticipado todo. Hacen falta palabras que adelanten lo real, que nos avisen, que sean precisas, tan palpables y luminosas que no dejen lugar a dudas ni recelos. Necesitamos palabras que no hablen sólo de promesas, e imágenes grandilocuentes. Anoche releía a Clément Rosset: “La realidad no tiene “afueras”... rechazarla constituye el mayor de los peligros... da origen a espejismos de todo tipo, futuros luminosos y apocalipsis redentores...” No puedo estar más de acuerdo con el filósofo, aunque añadiría más: hoy no se lleva ir de héroe. Leónidas, el bravo y sufrido rey espartano y sus trescientos valientes son sólo ya dibujos de colores en la pantalla del cine. Nadie lee a Herodoto y hoy al héroe se le llama tonto, aunque sean sus armas tan sólo palabras y su escudo la sonrisa. Pero qué importan las modas: aún necesitamos de la palabra. Por eso me entristeció leer el pasado domingo la despedida de su sección en este periódico de Alfonso Casas. Virando a “Barlovento” hemos navegado todos unos poco más rápidos, más seguros, mucho más felices; virando a barlovento, una brisa de libertad nos envolvía a veces. El escritor callado permanece solo de noche con su estrella; más allá, en los límites de un Teruel encogido y olvidado, los juncos y los árboles asustados de la ribera del Turia no gritan, apenas susurran, esperando que el viento sople alguna vez a su favor y les dé por fin la voz. Gracias al lector, gracias Alfonso y no dejes de navegar.
SEDUCCION
Llegados a este punto, la suerte está echada. Acaba el tiempo de seducción de los espejos de colores y en dos sobres, uno blanco y otro sepia, termina una semana repleta de promesas y explicaciones. Hoy hay novedad y ha tocado ir a votar –él lo ha hecho muy temprano– pero ahora ya se va a por su café y a por sus periódicos. Ritual dominguero que siempre le deja un sabor amable, una agradable sensación de que las cosas van bien, de que todo sigue y seguirá bien mientras pueda pedir su café y el camarero conocido le sonría al saludarle, mientras se confundan el aroma humeante que sale de la taza con el olor aún fresco de la tinta... Leer la prensa, pasar las hojas distrayendo la mirada por los titulares –tiempo habrá luego tras la siesta para leer el largo artículo– y saludar brevemente a los tres o cuatro conocidos que hacen exactamente lo mismo que él hace: saborear noticias y café con intermitencias. Domingos en Teruel, domingos tranquilos de paseos y charlas de encuentros pequeños... compra de pan y bandeja familiar de pasteles; huele a comida casera al abrir la puerta del piso que respira al fin gente y por las ventanas abiertas se oyen niños y vencejos jugando al escondite... Domingos de Teruel para pasar el día en la casa de la huerta, en el chalet de Castralvo, del Pinar o de las Viñas... esas casas a las que por fin la primavera ha oreado visillos y sillones. Cuevas de paso en cuyos cuartos oscuros el invierno ha acumulado soledad blanca y fina. Ya los fantasmas recogieron sus maletas y se han ido de vacaciones rumbo a Valaquia; sólo queda limpiar sus huellas en el polvo de las paredes. Las tormentas de estos días se han perdido en el fondo de las piscinas vacías; los árboles jóvenes, más altos y fuertes en libertad. Los fines de semana de Teruel comienzan, ya casi terminado el mes de mayo, a ser ese escenario de éxodo breve al refugio, de marcha general al abrigo de “los alrededores”. Hay que darse prisa porque el sol tibio ha sacado ya brillo a los columpios rojos y han florecido los lileros. La segadora sobre el césped espera la señal. Todo está dispuesto en los paraísos perdidos. Serpientes de colores pedalean por las carreteras secundarias mientras los peces de la sierra vienen de visita a Teruel por el Alfambra y el Guadalaviar. Es la seducción arcaica y frágil de los paisajes infantiles, de otros domingos de primavera bajo el aire denso de la barbacoa, la siesta a la sombra del castaño y el silencio repentino de los pájaros. Es la otra fascinación en la que nos miramos y reflejamos los que aún quedamos aquí, la seducción de los espejos azules y tranquilos de los domingos de Teruel.
Llegados a este punto, la suerte está echada. Acaba el tiempo de seducción de los espejos de colores y en dos sobres, uno blanco y otro sepia, termina una semana repleta de promesas y explicaciones. Hoy hay novedad y ha tocado ir a votar –él lo ha hecho muy temprano– pero ahora ya se va a por su café y a por sus periódicos. Ritual dominguero que siempre le deja un sabor amable, una agradable sensación de que las cosas van bien, de que todo sigue y seguirá bien mientras pueda pedir su café y el camarero conocido le sonría al saludarle, mientras se confundan el aroma humeante que sale de la taza con el olor aún fresco de la tinta... Leer la prensa, pasar las hojas distrayendo la mirada por los titulares –tiempo habrá luego tras la siesta para leer el largo artículo– y saludar brevemente a los tres o cuatro conocidos que hacen exactamente lo mismo que él hace: saborear noticias y café con intermitencias. Domingos en Teruel, domingos tranquilos de paseos y charlas de encuentros pequeños... compra de pan y bandeja familiar de pasteles; huele a comida casera al abrir la puerta del piso que respira al fin gente y por las ventanas abiertas se oyen niños y vencejos jugando al escondite... Domingos de Teruel para pasar el día en la casa de la huerta, en el chalet de Castralvo, del Pinar o de las Viñas... esas casas a las que por fin la primavera ha oreado visillos y sillones. Cuevas de paso en cuyos cuartos oscuros el invierno ha acumulado soledad blanca y fina. Ya los fantasmas recogieron sus maletas y se han ido de vacaciones rumbo a Valaquia; sólo queda limpiar sus huellas en el polvo de las paredes. Las tormentas de estos días se han perdido en el fondo de las piscinas vacías; los árboles jóvenes, más altos y fuertes en libertad. Los fines de semana de Teruel comienzan, ya casi terminado el mes de mayo, a ser ese escenario de éxodo breve al refugio, de marcha general al abrigo de “los alrededores”. Hay que darse prisa porque el sol tibio ha sacado ya brillo a los columpios rojos y han florecido los lileros. La segadora sobre el césped espera la señal. Todo está dispuesto en los paraísos perdidos. Serpientes de colores pedalean por las carreteras secundarias mientras los peces de la sierra vienen de visita a Teruel por el Alfambra y el Guadalaviar. Es la seducción arcaica y frágil de los paisajes infantiles, de otros domingos de primavera bajo el aire denso de la barbacoa, la siesta a la sombra del castaño y el silencio repentino de los pájaros. Es la otra fascinación en la que nos miramos y reflejamos los que aún quedamos aquí, la seducción de los espejos azules y tranquilos de los domingos de Teruel.
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