MUSEOS
Aún no ha cumplido los 33 el joven del traje de terciopelo y fular rojo que se ve cruzar alegre por el Pont des Arts. Casi no es el alba y el cielo tiene ya una luz dulce y delicada que envuelve bulevares y casas, plazas y palacios. Bajo ese semitransparente velo que hace olvidar a piedras y almas que hay otro mundo girando inexorable, como una noria fantasma colgada del precipicio, se abren ventanas, se corren pestillos y comienza a oler a pan fresco y mantequilla. Despierta la ciudad y recoge el testigo del perfil de las estrellas la vendedora de rosas, que en la calle ha puesto ya ruedas, canción y alas a su mercancía. Rue Taitbout, tres de diciembre de 1917, lunes, y París amanece al fin. El joven y feliz Modigliani llega a la Galería Berthe Weill y le asalta de pronto el desasosiego, le agarra fuerte y doloroso como el mordisco del miedo tras un mal paso: frente al escaparate hay tal número de transeúntes gritando y uniformes gesticulando, que apenas puede hacerse hueco para subir las escaleras del museo. En la sala busca en medio del barullo de aspavientos la imagen de mujer a la que ha dibujado media luna roja por sonrisa. Por primera vez el pintor ha definido en ese cuadro con precisión milimétrica las pupilas oscuras, los ojos abiertos de la mirada de Jeanne, pura e infinita como las noches sin nubes de su buhardilla de Montparnasse. La cabeza inclinada sobre la almohada, se le aparece ahora como recostada en el hombro del policía que se afana en terminar de descolgar el cuadro de la pared. El ultimátum es claro y ante la amenaza de embargo se tienen que retirar la casi treintena de cuadros y cerrar las puertas de la exposición. Al parecer, aquellos dibujos de mujeres meditando desnudas e inocentes eran una provocación. Las comedidas y dulces damas en las que Amedeo Modigliani había plasmado toda la fragilidad del cuerpo humano resultaban incomodas porque, como dijo cruda y francamente el comisario de la policía de la Rue Taitbout: “tenían vello púbico”. Hoy se clausura la exposición monográfica de Modigliani en Madrid, tras un gran éxito de visitantes. Me divierte recordar la anécdota precisamente hoy, Día Internacional de los Museos. Leo en el folleto que lo anuncia: Los Museos, agentes del cambio social y del desarrollo. Nada más cierto. Visitemos los museos, hoy mismo, ya, la entrada es libre y sus puertas están abiertas. Nos harán, además de disfrutar de la belleza (impagable), relativizar pasiones y enfriar prejuicios (indispensable). Todos los artistas y la hermosa mujer de sonrisa pelirroja bien merecen la pena.
Este miércoles tuvimos nuestra última sesión del club de lectura. Delante del libro del mes de junio (Esperando a los bárbaros, de Coetzee) nos dijimos todos un cordial hasta la vuelta del verano y nos deseamos lo mejor, de corazón. Ha sido casi un año compartiendo lecturas, comentarios, conocimientos, en definitiva dándonos, generosos, vivencias y un poco de nosotros… así que es normal que aquella tarde de despedida nos sintiéramos durante un instante miembros de ese club, de esa secta bendecida por el ectoplasma de Borges. La palabra “club” siempre me sabe a los libros infantiles de Enid Blynton: el club de los cinco, el de los siete secretos... Me trae a la memoria muchas tardes y otras tantas madrugadas sobre aquellos libros de papel grueso, y también las otras cosas, cosas como las prisas y la ilusión para hacerme con ellos, por reunir domingo tras domingo la paga (aquellas monedas de cinco duros grandes y brillantes como de juguete) y poder ir al fin a la librería Sánchez y llevártelos, y devorarlos sin esperar más. En aquel tiempo sin Internet, pensábamos que quien nos hacía entusiasmarnos fundando “clubs de investigadores” con los amigos y conspirar bajito por algún rincón de La Glorieta, que quien escribía los libros que nos sabíamos de memoria, era un hombre. Supe mucho después que Enid es el nombre femenino con que los celtas llaman al Alma y a las golondrinas (la casualidad no existe nunca, es sólo la manera fácil con que nombramos lo que no se explica) y veo en la wikipedia la foto de la mujer de pelo rizado y cara amable que escribía nuestros libros en su brumosa campiña inglesa. Está bien así, me digo, que al final sea ella, la Madre –la mujer cercana y dulce– la que guarda el alma de la tribu en historias repetidas junto al fuego. Leo también ahora críticas duras sobre su escritura. No me importa ya: un libro necesita de su momento y de su lector, nunca es el mismo libro ni siquiera para el autor. Un libro nunca es igual para nadie, eso lo sabemos muy bien en nuestro club. Recupero el nombre de Enid, para cualquier autor y también para cualquier lector que se acerca a un libro... porque al final es eso: el Alma, siempre sola, siempre encerrada, sólo se siente menos sola cuando ama y cuando lee. Leer es como dejar volar el alma/golondrina, y compartir la lectura en nuestro club de lectura ha sido un privilegio a más de mil metros de altura. Mientras tanto, hasta la vuelta, siempre está el fabuloso recurso de perderse en los laberintos del libro de arena, esperando encontrar a mi venerable Borges al volver cualquier esquina de la página.
A vueltas estos días con la crisis económica, con las imágenes de piquetes y policía, declaraciones de huelguistas y políticos, quejas de consumidores y agricultores; a vueltas con los comentarios de los compañeros de trabajo y en el autobús sobre qué es lo que está pasando y a revueltas con los carritos medio vacíos por los supermercados... en fin después de tanta y tanta vuelta y ya un poco mareada me siento ante el ordenador y leo un correo de mi amigo dos y hasta tres veces. Me reproduce el texto de los muchos que circulan entre los aficionados a la bolsa, entre los expertos que aman las cifras macroeconómicas, los IPCs y los precios del brent... Dice que me lo envía por “curiosidad”... y así lo empiezo a leer con curiosidad pero lo termino alucinada. En breves párrafos se afirma de corrido, con un lenguaje a veces casi pura poesía lo siguiente (lo resumo respetando sus “expresiones”): Estrategia operativa propuesta: en caso de un posible conflicto geopolítico Irán-israelí nuestra responsabilidad como analistas es ofrecer a los potenciales inversores las estrategias operativas más adecuadas según los diferentes escenarios del mercado, intentando anticiparnos, se produzcan o no las noticias que generen esos escenarios y sin entrar en consideraciones morales al respecto. Ante ese previsible conflicto, y si éste se inicia en horario de mercado, la experiencia dice que antes de que la noticia salga en los teletipos , los mercados sufrirían un primer y fuerte movimiento a la baja en cuestión de minutos, ante las incertidumbres generalizadas de los inversores, seguido por una consolidación lateral a la espera de la confirmación de los hechos. Será en ese momento, y si conseguimos anticipar dicha noticia, cuando deberemos ponernos agresivamente cortos mediante los instrumentos más líquidos, y a mercado, pues no conseguiremos casar órdenes en posición. El riesgo de equivocarnos por ser una noticia errónea, o simplemente un rumor, es mucho menor al beneficio que se obtendrá si la noticia se confirmara.. Y hasta aquí resumo, porque de tanto alucine se me empiezan a poner los ojos húmedos. Lo cierto es que eso de “ponerse cortos” al traducirlo nos queda como que hay que comprar rápidamente opciones a la baja para ganar dinero con la confirmación de la noticia.. y que eso de “pues no conseguiremos casar ordenes en posición” es un recurso literario, una fría descripción de la sangre fresca corriendo a raudales que nos permitirá ganar dinero en el mercado. Que como el ser humano ha llegado a esto, a objetivar a este nivel, a relativizar la catástrofe, a extraer los elementos dramáticos como en un juego, como en una obra de P.K. Dick (Return match) no lo sé... pero al menos debemos saber que nos está pasando.
Han llegado las vacaciones y se ven –y sobre todo se oyen– por todas partes. Es una suerte sentirlos alrededor en lenta estampida, envolviendo aceras, plagando parques, colonizando las calles sin tráfico… me divierten sus risas enredadas desafiando sombrillas y copas de cerveza en las terrazas... Pero alguien se enfada y es que la ciudad es de “mayores”, y los adultos colonizamos espacio como los grandes y pesados buques, asentándonos poderosos y absurdos como los portaviones que esperan desesperanzados pájaros de metal que nunca llegarán, mientras ellos, los de manos diminutas y ojos grandes, son pequeños veleros bajo una brisa sin brújula. No es que defienda el buenismo, ni que sea una rousseauniana convencida; tampoco creo en la mirada inocente de la infancia como una premisa, pero siempre apuesto por ellos antes que por nada, y me duele más, tremendamente más, el sufrimiento de un niño, por eso, por ser sólo dolor, un dolor entero, total y desvalido que carece de la protección del pensamiento y del recuerdo del adulto, “una llaga blanca sin orillas” que diría J. R. Jiménez. Huyo de pensamientos tristes y vuelvo a mi periódico, que leo mientras me acompaña su algarabía alegre por este aire de fin de junio en Teruel. Me gusta mi ciudad así, con sus voces, porque siempre he pensado que no hay ciudad más triste que aquélla en la que no se ven niños, o acaso sí, acaso lo sea más una ciudad sin niños y sin árboles. Leo que el PGOU de nuestra capital ya va por la segunda fase de su redacción, y se me ocurre cómo sería la ciudad que querrían nuestros hijos, si olvidándonos de perjuicios y prejuicios nos atreviéramos a preguntarles... al fin y al cabo es ya más su “plan”, por mucho que los intereses urbanísticos y el maleficio de la especulación nos persigan a los mayores. Hace tiempo supe de “los niños arquitectos” de Fano (Italia). Sus propuestas no tienen desperdicio: poder ir solos a la escuela, jugar en la calle, en las aceras, en portales y patios de vecinos, sentir que la ciudad entera les pertenece como a sus mayores y no sólo los columpios y los toboganes… olvidar esa manía por asfaltarlo todo, incluso los jardines, y no poder pisar tierra ni acariciar la hierba, esa pereza de parques lineales, de plazas y calles que los mayores diseñan con tiralíneas, no dejando espacio a la imaginación ni a la aventura, espacios pobres, con “árbolesminiatura” donde no es posible trepar ni jugar al escondite… Fueron muchas las ideas que en la città dei bambini surgieron y muchas las ciudades que las han ido incorporando en sus programas municipales y no sólo porque queda bonito en épocas de elecciones (aunque ahora que pienso los niños no votan…).
Dicen los urbanistas que la ciudad es el lugar de encuentro por excelencia. Y es cierto que más allá de ser un mero espacio que rodea nuestro hogar donde satisfacemos las necesidades básicas de supervivencia, la ciudad es ese sitio donde “estamos con la gente”, donde nos vemos y nos ven y donde se puede ver cumplida definitivamente nuestra necesidad de afecto social, de pertenencia al grupo, el marco idóneo para dar salida a implicaciones emocionales tan necesarias al ser humano como lo son el disfrutar y el ser felices en compañía. Presumía con guasa aquel madrileño de serlo de pura cepa por haber nacido en el barrio de Chamberí. Presumo yo de turolense de pura cepa por haber nacido en el centro mismo de mi ciudad, bajo la sombra de la torre de Santa María de la Villa Vieja. Presumo, y quizás eso me sirva de excusa para reivindicar el Centro y quejarme de él sin que nadie se me ofenda, que nadie mejor que uno mismo para criticar, con todo derecho, lo suyo. Y es que me duele la soledad en que se queda mi barrio cada día cuando se cierran bancos y oficinas. Me duele bajar la calle San Juan y no ver un alma las mañanas y tardes del domingo. Me duelen los pisos cada vez más vacíos, esa diáspora de vecinos, esa sensación de barrio perdido, casi como fugado. A veces oigo tras alguno de sus balcones abiertos al verano voces y acentos dulces, música de tierras lejanas y me digo que al menos están ellos aquí, habitando los pisos de techos altos y renta baja, y me felicito de que a mi antiguo colegio y a las viejas esquinas de las calles de mi infancia les den calor las risas de estos nuevos turolenses. Tras la esperada recuperación para la ciudad del claustro de la Iglesia de San Pedro, escribía D. Fernando Cánovas, de la Asociación Empresarial Provincial de Hostelería y Turismo, que “la capital ha ganado y nosotros hemos ganado, porque nuestro patrimonio monumental es cada vez más voluminoso, más cuidado y capaz de atraer a más publico que se va encantado con lo que ha visto”. Sin dejar de mencionar aquí lo que me ha alegrado poder contar con este “nuevo” espacio para la ciudad, me disculpará el Sr. Cánovas por no compartir su gran optimismo especialmente en lo que se refiere a mi barrio. Me alegro por los turistas, claro, porque les gustemos, pero ellos se van y su recuerdo no llena nuestras calles vacías. No sé cuál es la solución para recuperar un entramado social, para que crezca una urdimbre de vecinos, para que “la gente” vuelva y reviva el centro… pero el problema está ahí. Afortunadamente estos días “la fiesta” hace que sus calles se abarroten de viejos amigos y en las terrazas no se encuentra una silla libre… es el maquillaje perfecto, la excusa magistral para mentirme a mí misma y creer que estoy equivocada.
NADA IMPOSIBLE
Desde que llegó se dio cuenta de que encontrarla no iba a ser tan sencillo. Aquella historia había comenzado hacía apenas unas horas, casi a la amanecida… es lo que tienen los arrebatos amorosos que son como esas luciérnagas de luz verde y fría que aparecen sin avisar en medio de la noche golpeando la ventana: te marcan el camino y ya no hay manera de olvidarlo. Nadie al otro lado del teléfono desde hacía dos días y él con el billete en la mano decidido a dejar a un lado las dudas y tomar el autobús. Luz de luciérnaga, pasión que apremia y Teruel en los mapas de carretera que parecía cada vez más cerca… Sin dejar de pensar en ella marcó el número de nuevo esperando oír su voz mientas los carteles hacían la cuenta atrás y anunciaban que llegaba a la ciudad. Le envolvió una espiral de desazón cuando se encontró en medio de la vorágine de la fiesta inesperada. Comprendía ahora el porqué del teléfono callado y no tener su rastro. Sin perder la esperanza se lanzó a la música y la multitud, como el nadador en busca de una orilla, atravesando el mar blanquirrojo que a aquellas horas presagiaba marea alta. No se engañaba: en aquel universo desconocido, él era el kamikaze disfrazado, él el astronauta patoso y absurdo en una misión difícil. Pero perdido en la odisea de un espacio que le iba absorbiendo por completo, el tiempo y el lugar fueron nada en un momento y de la sorpresa fue pasando poco a poco al asombro y del asombro a la comprensión… Tras horas de búsqueda sin noticias se dejó arrastrar por la primera charanga que pasó a su lado. Se le pegó sin proponérselo su alegría desbordada y, ya contagiado, aprendió a amar aquella gente, a ser parte de ellos… cuando dos chicas le anudaron al cuello el pañuelico rojo le pareció que aquel era el viaje que debía haber hecho hace tiempo y es que le había podido el compañerismo, el alborozo y la euforia de la amistad que le brindaba aquella ciudad. Mientras sus pies bailaban en alguna dirección que no sabía, bebió, cantó y cayó rendido por la risa, hizo amigos y continuó incansable su búsqueda pero ya no solo, porque alguien dijo conocerla y aquella Peña era mucha Peña para no ayudar a un amigo… A la hora de la merienda, cuando entró con todos a la plaza y el sol le saludó implacable, no podía creerse lo que vio: sin duda ella estaría allí, con toda su gente… era el sitio, la cita segura... “su Peña” le aupó, lo elevó… y pasando así por el aire de grada en grada, cientos de manos le llevaron ligero hasta encontrar por fin la mirada más dulce que conocía… La fiesta era ya completa para los dos mientras Teruel sonreía. Y es que nada es imposible en la Vaquilla, especialmente si de amor y de amistad se trata.
Al final se decide por el de Albert Cohen. Al grueso libro, Bella del Señor, de más de seiscientas páginas, le acompaña otro estupendamente ilustrado con el poema de Omar Khayyam, Rubaiyyat que por casualidad acababa de dejar alguien en el mostrador; el tercero está en las estanterías de filosofía y es el clásico de Henri Bergson, un tratado sencillo sobre La risa que siempre sorprende por su agudeza. Cuando se va, me quedo pensando en la mezcla curiosa de títulos que se ha llevado y en la cantidad de vivencias y también de conocimiento que cada uno de ellos va a proporcionar a aquel lector. Siempre me produce complacencia el pensar en la suerte que tenemos por un hecho que nos parece tan normal como es elegir un libro… es una fortuna, un auténtico lujo impensable en otras épocas en que “leer” era sólo para una minoría (privilegio que lo es aún hoy todavía y por desgracia en muchos sitios). Aunque debería estar acostumbrada porque la biblioteca en verano se me antoja más que nunca como esas viejas boticas llenas de hermosos pomos de porcelana, frascos antiguos, orzas vidriadas, donde, aún inocentes, aun confiados, siempre creemos que al final del laberinto de estantes y anaqueles, el mandala nos conducirá al filtro infalible, a la poción mágica que todo lo arregla, a la fórmula magistral que nos hará “comprender al fin”, que nos dará sabiduría, o simple entretenimiento y, porqué no, un rato de felicidad. Los que llevamos tanto y tanto tiempo junto a ellos y con ellos, con los libros —tanto que nuestras manos tienen sus huellas en las rayitas de los dedos, ya tan finas como las hojas de papel prensado— nosotros, los guardianes de tesoros increíbles encuadernados en colores, cuidadosamente ordenados y tejuelados, nos alegramos de “soltarlos” así como en estampida hacia los tejados asomados al cielo del verano… Me preguntan estos días que llevarse en vacaciones… y yo me siento entonces un poco como ese sabio galeno que con sólo mirar a los ojos debería conocer del latir desbocado y amoroso del corazón de sus pacientes o saber de la tristeza del alma por el reflejo húmedo en sus ojos. Y porque no es lo mismo leer los versos claros de Whitman con su perenne canto a la alegría o los desolados y magníficos de mi admirado Trakl intento no equivocarme, y que más que nunca en este tiempo de descanso dulce, de reencuentro con uno mismo lejos del agobio del trabajo, les acompañe el libro adecuado y que al libro le acompañe el lector correcto. Ambas cosas son importantes para esta bibliotecaria que aún cree en el poder de los libros, en la fuerza que late en una biblioteca y sobre todo en la suerte de poder “elegir”.
Mi amigo ha descubierto una lagartija dentro de su cubo de compostaje. No entiende cómo ha podido llegar hasta allí, por dónde puede haberse “colado” aquella pequeña criatura... Revisa el compostador y está perfecto, tal y como decían los anuncios: “una estructura rígida confeccionada a partir de materiales plásticos totalmente reciclables y perfectamente aislantes.” Me cuenta que el otro día la sorprendió pegada a la pared oeste de la terraza, quieta, mimetizada en los ladrillos color canela, al acecho del enjambre imaginario que nunca volará sobre el tiesto hermético. Mientras echa en el cubo las peladuras dulces de los albaricoques y los restos del café amargo de la familia, me dice que el bicho no se asusta cuando se acerca, que más bien le observa tanto o más que él lo hace con ella. El hijo de cinco años está sentado a su lado. Su mejor distracción es ahora, como la del padre, mirar a la pared, los ojos fijos, extasiados esperando ver bajar por las baldosas, lenta e inexorablemente, el último rayo de sol del domingo acompañado de la sombra silenciosa de la lagartija. Mi amiga me dice que lo del compostaje más que un capricho es un disparate, y que por su culpa tiene pesadillas con un ejército de hormigas moviéndose por su terraza de muebles de teca… y cierra la ventana, por si acaso aquel ser de piel escamosa y prehistórica fuera algo más que un cuento, una broma con que la toman el pelo, cómplices, el marido y el hijo. Y es que todo el mundo sabe que ya no existen lagartijas, es más, casi nadie sabe ya cómo eran las lagartijas, concluye mi amiga, y huraña, se lleva al niño de la terraza calurosa al salón climatizado, donde la televisión ha comenzado las noticias, noticias de un año muy lejano sin ceros en el nombre. Mis amigos viven en una torre de pisos incontables, y en este verano, como en los anteriores, no saldrán a la calle hasta que el sol implacable y enfermo se haya ido, y la luna lo sustituya al fin sin miramientos. Precisamente es entonces, bajo el azul oscuro, cuando en el tiesto compostero rebrota un universo entero y se reinventa a cada segundo una galaxia menor; es polvo de estrellas lo que crece en la terraza de mis afortunados amigos del siglo que viene. Son tres, en realidad son tres lagartijas de tamaños distintos, pero sólo se turnan en el tiesto del compostaje, a la caza de mosquitos invisibles…son monstruos que vigilan mi castillo, me dice el niño al oído y se ríe… y su risa me despierta del sueño precisamente ahora, cuando entran los haces curvos de la oscuridad y el lagarto abre la boca en mi cubo de compostar… al fondo la higuera milenaria, más allá las naves de los átridas.
S. T. Verano de 1936 S.T., escrito en el reverso de la foto. Así de simple la dedicatoria en la que aparecían dos muchachos de la mano sonriendo bajo los soportales de la plaza del Torico. Contó además de ésta hasta setenta y dos fotografías –una por cada verano desde entonces– donde aparecía ella, y otras setenta y dos donde aparecía aquel joven, pero esta vez por separado; en todas la misma frase e idéntica caligrafía, tan sólo cambiaban los dígitos del año. En el piso desierto de la tía, la luz entraba ahora a raudales por las ventanas. Las macetas de lirios, flores antiguas como todo en aquella casa vacía, se adivinaban a través de las cristaleras, agostadas, con los tallos vencidos sobre la tierra seca. Era el único sobrino que la acompañaba a veces en sus paseos por el barrio tranquilo; sus primos, una vez repartida la herencia, se habían vuelto a desentender. Y allí estaba él, teniendo que decidir qué hacer con los recuerdos de aquella anciana seria que caía más mal que bien a los vecinos y a quien su propia madre tildaba de hermana rara. Acababa de descubrir, sorprendido, el secreto de la autoritaria tía y se reconciliaba de pronto con su gesto triste. Desde niño conocía la historia familiar, sabía que tras la muerte trágica de los padres, como hermana mayor tuvo que hacerse cargo de los pequeños y del negocio familiar en Madrid. Abandonó sus estudios, sus viajes a Italia y, claro está, las vacaciones amables en aquel Teruel tranquilo, agostos de señorita rica veraneando en provincias. Dejó de ser –y eso lo acababa de saber ahora– aquella niña bien del vestido blanco y sonrisa confiada de la foto, que se enamoró por primera y única vez. Nadie la oyó una queja en aquellos duros años de postguerra, nadie supo hasta ahora que... Colocó sobre la cómoda las fotos en dos filas, a un lado las de su tía y al otro las de aquel muchacho primero, luego hombre y por último anciano; paralelas ambas, como en una serie de fotogramas de cine mudo pasando muy lento, vio crecer ante sus ojos la vida de una pareja que no lo había sido nunca más que en sueños y en aquella vieja fotografía de la plaza. Ya en casa escaneó las dos últimas y con el Photoshop le fue muy fácil que aparecieran poco a poco en la impresora los rostros de los dos ancianos sonriendo uno al lado del otro como si juntos hubieran posado al fin en aquel verano de 2008. S.T. siempre tuyo, siempre tuya, escribió en el envés de la cartulina y se la guardó junto a la primera foto. Nada más conservó. La luz entrando a raudales, las plantas secas y las otras viejas fotografías se perdieron bajo el olvido y tras el cartel de SE VENDE.
El otro día fue mi cumpleaños. Ya me perdonarán por empezar la albada con semejante “primicia”, que evidentemente no interesa a nadie más que a la aludida, pero quería comenzar con ello porque quizás así me explique mejor al decir que hay regalos estupendos que aunque los puedes recibir en cualquier día del año, si es el de tu “cumple” parece que adquieren un valor mucho más intenso, más hondo, podría decir que hasta mágico, pero reteniendo calificativos, me limitaré a describirlo como de “muy especial”. Así fue mi regalo de cumpleaños de 2008 en mi paseo por la plaza mayor de La Fresneda. Hace poco tiempo que he descubierto y me he “enganchado” a la comarca del Matarraña. Efectivamente he tardado demasiado, y eso lo he sabido sobre todo ahora, que no hay nada como conocer las cosas y las personas para saber lo que valen y lo que las has echado en falta sin saberlo; y es que conforme voy recorriéndola me entusiasma su gente, me emociono con la luz de su cielo en otoño, con su primavera feraz, con la belleza asombrosa de su campo en invierno o con el feliz descanso bajo la sombra de sus fabulosas casonas en verano... Me consuelo de la tardanza por aquello de que nunca es tarde si la dicha es buena, pero he comprobado que desafortunadamente esa misma tardanza les sucede a muchos de mis convecinos de la capital. A veces no planeamos bien los viajes y nos olvidamos de lo nuestro perdiéndonos lo mejor. Hay que orientar la brújula de ese “finde” reservado para descubrir parajes fantásticos, dirigir la aguja de la bitácora repleta de ganas de descansar y disfrutar de las mejores fiestas, gastronomía, y monumentos, orientar el GPS y hacerlo de una vez por todas hacia ese hermoso rincón del noreste turolense; es cierto que no puede ser un viaje de un día, hay muchos kilómetros y mucho más que ver, y por eso, para disfrutarlo todo, bien vale pasar una noche bajo la luna del Matarraña. En La Fresneda descubrí bajo los soportales de su lonja un nido habitado de golondrinas, casi a la altura de mi cabeza. Pude observar a mis aves preferidas en medio de su hermosa plaza, con un Martini con hielo en la mano y en buena compañía, ese fue mi regalo especial de cumpleaños... un auténtico lujo, porque cosas así cada día abundan menos. No me queda espacio aquí para hablar más del Matarraña pero sí para terminar diciendo, como los franceses, que choisir c’est renoncer... y como yo no quiero renunciar ni a Arens de Lledó, Beceite, Calaceite, Cretas, Fórnoles, La Fresneda, Fuentespalda, Lledó, Mazaleón, Monroyo, Peñarroya de Tastavins, La Portellada, Ráfales, Torre de Arcas, Torre del Compte, Valdeltormo, Valderrobrres y Valjunquera me elijo todos.
VECINOS
Amigos sí, pero sobre todo vecinos: una vez al año eran vecinos. Siempre en el mismo mes, el octavo, los bañadores bailando a la brisa de la amanecida sobre las cuerdas verdes del tendedero. Luego bajo el sol y frente a mar, Quim Monzó sobre la toalla de Roser y Mario Benedetti en la de Susana, vecinos también junto a las caracolas. Metros mas allá de la orilla, Enrique y Lluis en el chiringuito, como guerreros agazapados tras las cañas heladas, hablando de que el miedo mueve la vida, que lo domina, que la duda está en la base de todo y citando, quizás demasiado alto, a Ernst Jünger y a Bertrand Russell, a Voltaire… los dos filósofos de vacaciones, mientras la chica de la tumbona nota que la miran y estira más sus largas, sus interminables, sus increíbles piernas brillantes de bronceador. Sabor a sal en los labios intentando detener la juventud, y en tanto, la música del bar borrando el latir de las olas y el batir en el pecho… y así transcurre la mañana, un baño o dos y tres largos más hasta el catamarán…y risas y otra cerveza y llega inexorable la vuelta de la playa, lenta como una travesía hacia el oasis del mediodía, y otra ensalada, y otra siesta con caricias casi olvidadas en invierno… y otro paseo de atardecida. Vestidos blancos y bermudas de windsurf por la avenida marítima engalanada de aftersun y colonia de verano… mientras va llegando la noche. Está todo bien así: un verano más, la dulce tranquilidad de lo previsto, la seguridad paciente de lo predecible y el miedo, aquél y este otro miedo callado, anestesiado como la vida en vacaciones. Las dos parejas guapas de los apartamentos contiguos, los cuatro yuppies guays de capital olvidando juntos esos otros días fríos y cortos de Barcelona, arrinconando las clases en la universidad, pasando de la oficina y el despacho mientras apuran el mojito y la caipirinha, y las notas suaves del New Age los acuna… todo está como el año pasado, todo bien pues. Pero la luna menguante subiendo del fondo del mar es traicionera, le gusta complicar, y las confidencias llegan sin querer, golpe a golpe, como jugando al tenis, rebotando por encima del tabique que separa las terrazas. Desaparece el aroma de la hierba, se detiene la brisa, la oscuridad fluye sobre la fría luz de la luciérnaga, los muebles caros de Feng Shui queman como el hielo y el alma vuelve a la realidad cuando Susana le dice a Roser que lo sabe todo. Dentro de la mano cabe una montaña cuando la aproximas al horizonte, dentro del amor gira y gira siempre el miedo y la duda, da igual que sean vacaciones o vecinos. Quim y Mario no volverán a compartir la sal y la arena de aquellas toallas, el verano nunca más será igual.
SEÑOR LOBO
Cuando él le dijo que quería ser como John Travolta en Pulp Fiction, ella rápidamente le interrumpió contándole que en más de una fiesta de los noventa se recordaba bailando aquel famoso twist, tan ensimismada, desafiante y descalza como la Thurmand; y dicho esto calló por un segundo para añadir poniendo una expresión seria, que le acababa de entrar nostalgia de su yo de antaño… claro, que si lo pensaba mejor, y aquí sonrió, Mia y Vincent cenando y bailando you never can tell eran un poco como ellos: dos desconocidos en su primera cita… “Estoy a 20 minutos de allí…llegaré en 10 minutos”, dijo él entonces y se rieron por primera vez en toda la noche, divertidos por la oportunidad de la frase conocida y liberados porque por fin habían encontrado un punto en común, un sustrato de lo más exquisito para poder hablar largo y tendido de lo divino y de lo humano toda aquella noche y lo que les quedaba de estar juntos: ¡el universo de Pulp Fiction… ahí es nada! Ya le hubiera gustado al vecino de mesa saber cómo seguía la historia, pero la pareja de mediana edad habían terminado hacía rato de cenar, y no tardaron en irse, más contentos que unas pascuas, comentando lo buenísima que era aquella peli y lo genial que era Tarantino; el curioso aún acertó a oírles ya casi en la puerta que ojalá hubiera en Teruel un Jack Rabbit Slim abierto esa noche... Su presunto interés sociológico le puso fácil al entrometido justificar la mala costumbre de escuchar conversaciones ajenas, diciéndole que lo que acababa de presenciar era bien difícil de ver en esta ciudad, donde la mayoría de la gente que ronda la cuarentena se conoce de siempre y el encuentro novedoso, la cita fortuita de dos completos desconocidos es, más que raro, “improbable”, pues o bien eres ya amigo/enemigo o bien eres para siempre un conocido. Miró a su mesa donde apuraba cafés su grupo, parejas amigas de siempre que todavía viven en Teruel (que milagrosamente todavía resisten sin irse a vivir al lado del Corte Inglés), y sin sentirse culpable le entraron ganas de que todos volvieran a ser de nuevo unos desconocidos, quizás para volver a conocerse, quizás no, en todo caso para disfrutar del momento de dejar de serlo. Y fue cuando echó de menos esos cuantos miles de habitantes más de su ciudad, ese poquito más de aire y de libertad. Pero nuestro curioso era un tipo de naturaleza optimista, así que finalmente levantó su copa y recordando él también a Tarantino brindó presentándose como si fuera “el nuevo” ante sus perplejos amigos: ¡Soy el señor Lobo y soluciono problemas!
LA REINA DE LAS NIEVES
La conocía mucha gente. Bueno, mejor decir que lo que se dice conocer... no la conocía nadie. Sí sonaba su cara “de vista” a casi todos; es lo que tiene el trabajar desde hace muchos años en Teruel detrás del mostrador: que de tan familiar se te mira sin ver. Rozando la cuarentena, se había pasado media vida trabajando y yendo de casa al trabajo y del trabajo a casa. Nunca le había ocurrido nada importante, sólo esa vez, la vez que de niña, a la vuelta del colegio, en aquella esquina de las calles retorcidas de nuestra ciudad, se le había agarrado la escarcha a los tobillos y sintió que le faltarían las fuerzas para salir del laberinto. No dijo nada a nadie, pero pese a ser tan pequeña supo que algo definitivo, triste y extremado como los atardeceres del invierno, se le había colado dentro y la había cambiado. Marcharon algunas amigas a estudiar fuera, se casaron otras y se fueron también. A veces se veía con las que quedaron, pero eran tardes rápidas y conversaciones más rápidas todavía... ella las escuchaba sonriendo lejana y mientras hacía sonar nerviosa la cucharilla en la taza de café, sentía que los cristalitos fríos rodeaban sus pies tirándole a toda prisa hacia ninguna parte. Excavaba el día a día y la rutina enormes grutas en su cerebro, simas sin fondo en un alma borrosa que a ella misma le fascinaba. El amor se le había escapado hacía tiempo, suspendido en la espera: ella aquí, él lejos y luego más lejos, y luego más distancia desde aquí mismo, lo cual hizo que el olvido soplara las cenizas que antes se habían apagado ya. Bien arreglada y paso decidido seguía sola, aunque presintiera a veces miradas interrogantes de algún enamorado perdido en la ciudad del frío, miradas que morirían sólo en eso: en olas de playas oscuras. Y a ella así le parecía bien: una vida ordenada y el mes de enero tras el de febrero continuando en la lista de otro año. Pero el espejo nunca es sincero y tampoco lo era esta vez con su imagen de previsible, insípida y aburrida que ella misma se dibujaba al salir de casa. Como todos en la ciudad, ella guardaba su secreto. Y es que tras su apariencia tranquila, la devoraba una pasión que algunos tildarían de extravagante y original, y otros de estrambótica y ridícula, pero bien poco le importaba eso a ella porque nadie lo sabía, nadie sabría jamás que estaba obsesionada por hacer haikus. Esos versos pequeñitos, perfectos y deliciosos que juegan a encerrar en un instante toda la eternidad. La misma eternidad que la atrapó de niña en la esquina de una calle de Teruel.
Compartían el mismo banco en este invierno seco. Compartían el aire fresco y las mañanas soleadas del parque. Marcos y Pablo, compañeros de domingos desde hacía poco, compartían las mínimas confidencias porque ambos viejos eran de natural reservado, aunque les gustaba y se entretenían comentando las noticias e intercambiando novedades de nuestro Teruel aletargado. Pablo le citó aquel domingo de febrero a Sloterdijk, cuando Marcos, pasándole el periódico le señaló las promesas de los políticos: no hay que creer, pero sí dejar creer. Tiene que haber muchos tontos para que los listos sigan siendo unos pocos, le dijo, y Marcos le llamó cínico y Pablo le sonrió. La semana siguiente Marcos estuvo más callado que de costumbre. No le preguntó su amigo qué le pasaba porque sabía que “él sabía” que estaba a su lado y eso era suficiente: a esta edad era más que suficiente, era un lujo, tener alguien al lado… Al tercer día Pablo le escuchó hablar por fin de desengaño, de haber dado mucho y recibido poco, de la decepción, y aseverar, mohíno, que tras mucho desencanto notaba que se iba volviendo un amargado. Uno no debe nunca dar esperando recibir, Marcos, así te evitarías muchos disgustos, muchas tristezas, le contestó. Y por primera vez desde que coincidieron en el banco, se intercambiaron el pasado. Marcos le habló de tanto tiempo sin ver a sus nietos y de los sacrificios para sacar adelante la familia, le habló de soledad, de olvido de hijos e indiferencia de amigos; Iba desgranándole amarguras mientras miraban los dos hacia la acera ancha y no se veía ni una paloma. Cada vez confío menos en la gente y a mis años es duro irse con este pesar... siguió Marcos. Pablo le contestó como acostumbraba, rotundo y concluyente: pues yo, amigo mío, nunca desconfío, no doy ocasión al desengaño porque nada espero de nadie y así pues, nunca puedo equivocarme ni temer sentirme defraudado; eso me protege y me permite seguir pasando sin pena ni gloria, sí, pero también sin sobresaltos, esa es mi fortaleza... y si alguien me sorprende, pues... siempre será para bien… ¡eso que llevo ganado! Esta vez fue Marcos quien le sonrió: no me cambio por ti Pablo… yo me creía un desgraciado por confiarme y al escucharte me siento un privilegiado por apostar a lo posible, porque al menos yo nunca he huido de la esperanza… y se miraron y rieron los dos a un tiempo, los dos amigos, con toda la vida flotando a sus espaldas como esas motitas de polvo suspendidas en el sol oblicuo. Cerca del parque pasaba un autobús urbano, y luego tres coches. Una paloma al fin se acercó a sus pies, picoteó las migas y el domingo fue pasando.
EL BESO INACABABLE
Y él aceptó el trato, se plegó a las condiciones, una a una, aún con y pese a todo el dolor de su corazón. Con tal de verte lo que sea... sin verte no podría vivir, por lo menos sin la esperanza de verte, le dijo Antonio a Pilar... es verdad que tu presencia me enloquece; pero yo me pondré la camisa de fuerza. ¡Ay! Si vieras cuánto sufro sólo al pensar que pudiera disgustarte... Y ella seguía poniéndole condiciones, dosificando sola y a su medida aquel extraño amor cortés extemporáneo. Fuera del siglo que prometía libertades, y junto a un marido infiel y reincidente, le hablaba Guiomar al poeta de “piedad”: por piedad se renuncia al amor y se vive al lado de quien no se ama... y Antonio se resignaba a su pesar a aquella “amistad sincera, afecto limpio y espiritual”. A veces se quejaba, apenas un poco y sin exigencias: si tú pudieras vivir toda la intensidad de esta pasión mía y la conciencia que tengo yo de esta barrera que ha puesto la suerte entre nosotros, tendrías compasión de mí... con todo, has de perdonarme que yo más de una vez haya pensado en la muerte para curarme de esta sed de lo imposible... Y sus cartas eran todas fervor desatado y pena contenida, mientras añoraba encuentros en aquel banco de piedra donde se “enrosca el alma de la hiedra del recuerdo”… Pero buenos propósitos y tortura suelen llevarse mal, y aquel amanecer frente al mar, reflejado en los ojos húmedos de la mujer, le pudo, y surgió por fin el intento de un beso; beso que murió en el aire, que se llevó tal vez la brisa azul mientras la musa giraba esquiva la cabeza. Al leerlo no puedo evitar recordar a la íntegra Isabel y al rendido Juan, dos siluetas azules en la tiniebla severa de la muerte, ambos reviviendo muchos siglos después y de nuevo la lucha por el amor, la fuerza de la pasión contra la contención de la norma y el convencionalismo, ilusiones diluidas en lejía negra, definitivamente una pena, me digo… y me duele también ese beso negado y me da rabia y no lo entiendo o no lo quiero entender. El abrazo interminable, el beso inacabable le pedía en una de sus cartas el poeta, y aquellas palabras como si quemaran fueron borradas por la amada. Cuando ya ligero de equipaje, su hermano le cerró los ojos consumidos, encontró en el bolsillo del viejo gabán un trozo de papel arrugado con versos de días azules y soles de infancia, y junto a ellos el nombre de Guiomar, a la que nunca dejó de amar. Porque el Amor cuando no muere mata, porque Amores que matan nunca mueren, me estremece la voz de Sabina mientras intento adivinar estrellas blancas tras la mirada de don Antonio Machado.
En estos días de campaña electoral te piden que pienses, que decidas, que seas responsable. A mí me gustaría suponer que también TODOS ellos –“los candidatos”–, han “pensado” y han hecho un ejercicio de responsabilidad a la hora de decidir ser nuestros “representantes”, los políticos a los que vamos a dejar el timón. ¿Realmente se sienten capacitados y preparados para asumir la responsabilidad que les vamos a dar? Y digo esto porque no hay cosa que tema más que a un ignorante con poder. La ignorancia me da mucho miedo, por el tremendo daño que puede hacer y especialmente porque cada vez la veo más presente, detentando o queriendo detentar poder (posee el don de la ubicuidad, está en todos los partidos), y la contemplo alucinada (alucinada yo, que ella está como una rosa) paseándose impune por moquetas mullidas de despachos de instituciones varias, tomando decisiones, negando otras, obstaculizando las demás, o proponiéndose para (si al fin consigue el poder) tomar decisiones, negar otras, obstaculizar las demás... ¿Un autoexamen de nuestros candidatos sería mucho pedir?.. Porque hay valores que hemos disfrazado de caducos por considerarlos obvios y que nunca debieron darse por evidentes. No tener vergüenza, total no pasa nada, si otros lo hacen, por qué yo no, y me subo al carro y me presento... y el todo vale, y la deshonestidad, y donde dije digo... Me niego a que la política, ante todo servicio, sea eso; no nos merecemos tener semejantes mediocres aprovechados al frente, y encima con nuestro asentimiento. Porque no hay que dejarlos, porque no es verdad eso de que la política es así; vuelvo de nuevo sobre la idea de lo peligrosa que es la ignorancia. La ignorancia es prepotente y no sabe de cordura... No hay nada peor que un político imprudente, un metepatas, un político imbécil. Saddam Hussein era un imbécil, pero los grados de la imbecilidad son muchos... Imbécil tiene una etimología latina que no tiene desperdicio: im baculus, con bastón, porque si no se cae. Se aplicó a los senadores romanos que, mayormente ancianos, siempre necesitaban de un cayado y se asoció al insulto por lo inútil que la cámara llegó a ser en la última etapa del Imperio. Se diferencia del idiota porque el idiota (del griego idios: en sí, separado del resto) vive en su propio mundo, en lo particular, en lo singular; es el idiokosmos de Heráclito que también en castellano degeneró en peyorativo. Ojalá nunca seamos un pueblo de idiotas (un pueblo dormido, votemos a quien votemos), dirigido por políticos imbéciles (por ignorantes, gane el partido que gane).
ÉXODO
Ayer vi la primera golondrina enredando en los cielos de Teruel –en los del Pinar– haciendo piruetas desde el viejo almendro apenas florecido hasta los cables de luz al borde de la senda asfaltada (cada vez menos tierra, cada vez más cemento en La Muela). Un largo e increíble recorrido el suyo desde el sur, desde los cálidos valles africanos hasta aquí, y justo a tiempo para llegar a la cita de esta semana festiva. Mientras viene ella a la ciudad y busca el nido antiguo, mientras me alegro de volver a saludarla, maravillada como cada año, me imagino a mí misma viajando en vacaciones, como muchos y muchos más lo están haciendo también ahora (más de 15 millones de desplazamientos previstos), y reescribo aquello de que quien ha bebido el agua del mundo siempre tiene sed... Algo debe haber de eso, de esa necesidad casi física que tenemos por recorrer caminos y llenarnos los ojos de otros paisajes y otros aires, o quizás será porque el espíritu del nómada todavía lo tenemos palpitando muy a flor de piel, o muy adentro del ADN, que tantos años de trasiegos de la humanidad (más de dos millones de años de nomadismo) en algo deben pesar en la memoria. Tanto que nos hace bullir la sangre un horizonte por descubrir, una esquina por doblar o esos raíles sin final como pentagramas de músicas desconocidas que se nos lleva el alma en ganas de escuchar. Todo el invierno sedentario trasegando en el poblado, la ciudad caliente y protectora, y llega la primavera y los días se estiran, y algo se nos remueve dentro a la tribu... no vamos a ser menos que la pequeña ave azul o las abubillas de crestas indiscretas… y comenzamos todos a pensar en el éxodo volandero y en el agua de esas fuentes nuevas. El viajero entorna los ojos sentado en la terraza, porque el sol romano de marzo le hace cosquillas; mientras músicos callejeros tocan a Vivaldi y corretean los niños en el viejo corazón de la città, le quema el billete a esa otra ciudad donde el mismo sol le acariciará las manos, mientras otros músicos callejeros tocarán a Beethoven en las esquinas con restaurantes oliendo a choucroute y cerveza. De esa ansia, de esa necesidad de viajar, de no arraigar en ningún sitio me habló una vez alguien del que ya no volveré a saber. Era uno de esos nómadas cualquiera, uno de esos que secretamente envidiamos porque nunca nos atreveremos a coger la vida sin armaduras ni ataduras como ellos… nos pesan demasiado, las necesitamos demasiado como para soltarlas… así que nos conformamos con viajar con billete de ida y vuelta y esperar con una sonrisa a la golondrina.
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