Albada 286


AMAZONA EN NEGRO

(1 de abril de 2012)


Hace a caballo, a menudo, prolongados paseos (no tantos ni tan largos como le gustaría) A veces, en invierno, recorre las parameras heladas que parecen orlas de cristal enmarcando su camino -el del caballo, el suyo-. Otras, a finales del verano, cabalga entre los membrilleros cuajados de pequeños soles amarillos, alegres, desubicados árboles de navidad engalanados de la fruta perfumada. Si no sopla el cierzo, puede oír correr el agua por las acequias o, más allá, acercarse al río y pararse a charlar con los niños que pacientemente (¡que extraña la paciencia a esa edad!) engañan cangrejos con sus redes.
Hoy, todavía primavera seca, los troncos de los chopos llenan de sombras oblicuas el atardecer en la Ermita del Molino. Los dos, caballo y amazona en negro, pasan lentamente delante de la umbría y siguen su camino, dejando atrás el murmullo imaginado de las hojas todavía por nacer.

No ha olvidado todavía las últimas flechas de las grullas en el cielo, cuando la primera golondrina les ha cruzado haciendo piruetas. Más allá, en el árbol donde la semana pasada se posaban decenas de milanos reales, sólo hay ahora silencio. Sonríe al imaginar a aquellas hermosas aves viajando hasta su destino estival: está segura de que como si de un minúsculo fotograma se tratase, la imagen diminuta de una pareja -jinete y cabalgadura mirándoles desde el camino-, ha viajado impregnada en sus pupilas amarillas hasta el Norte.
Y en esta crisálida que flota perdida en medio de tierras olvidadas, siguen ambos, caballo y amazona, avanzando cadenciosamente entre siembras de maizales y arracimados balidos de rebaños. A lo lejos, como cada tarde, pasa el tren. Van y vienen en su trasiego aquellos tres únicos vagones. Cuando los ve pasar de vuelta a casa a ella le parecen más grises, más sólidos y apretados, como si arrastraran mucho sueño defraudado y demasiado vacío de regreso.

Pero en el paseo a caballo, no caben cavilaciones. Nada por pensar, nada por hacer, sencillamente -y nada menos- sólo sentir. Si la libertad tiene un momento es este instante, el de la dulce y mutua compañía. Si la felicidad tiene un rostro, es el de la amazona contemplando la remota higuera.

Se alejan. A veces el sentimiento es tan fuerte que llega a abrumar el alma. Inesperadamente abriga ella con sus piernas los costados del caballo, acaricia crines; entonces es cuando inunda el sonido del galope todo el campo. Ya se pierde su figura tras el borde del camino... ¡San Ginés al fondo, Peña Palomera a la derecha… todo el horizonte por destino!.








Albada 285




AMOR SOBRE EL ALAMBRE

(25 de marzo de 2012)

Yo de mayor voy a ser… fufunaaaambuliiiilililiiiisssstaa, creo.
Y como aquella palabreja la pronunciaba con su gracioso tartamudeo infantil, parecía no terminarla nunca, y cuando lo conseguía, siempre su final lo envolvían las risas y los besos de sus padres. Pronto decidió añadirle ese “creo”, más pequeñito, casi inaudible. Quizás era a modo de defensa o incluso puede que lo utilizara ya, sin saberlo a tan temprana edad, como perdón por decir algo que presentía no le iba a ser nada fácil conseguir... algo fallaba… el que se lo preguntaran tantas veces y siempre aquel jolgorio tras su respuesta debía de tener alguna
trampa.
Sólo se ha enamorado dos veces en su vida. La primera vez fue de ese niño, el de los ojos tan azules y la sonrisa triste, que conoció por casualidad en aquel circo ambulante de la plaza. Durante semana y media se hicieron inseparables: él le enseñó al fin a caminar sobre el aire; pintó aquella línea en la acera y le avisaba si sus pequeños pies se desviaban un centímetro siquiera de la finísima cuerda imaginaria. Fue él, también, quien en voz muy bajita, casi a escondidas, le llamó por primera vez “artista” y le aplaudió cuando cruzó sin titubear aquella raya de tiza blanca: la espalda bien recta, brazos y rostro elevados hacia el cielo, los ojos brillantes por la emoción.
El último día y la despedida fueron de una tristeza que nunca había pensado que existiera. Vieron las tres funciones seguidas en silencio, cogidos de la mano y de la excitación de una huída que sabían que no podía ser. Aquella noche volvió a casa muy tarde y desde entonces las voces asustadas de sus padres no dejaron de repetirle la necesidad de olvidarse de los sueños infantiles y lo magnífica abogada que llegaría a ser. No recuerda que nunca más volviera a ningún circo.
Hoy ya hace tiempo que nadie le pregunta qué quiere ser de mayor. Sus tres niños están muy quietos en sus asientos. Nadie se mueve, se oye sólo aquel redoble del tambor que habla a los latidos… Sobre el alambre, el artista no mira al suelo hasta que no llega al extremo. Entonces, los focos iluminan su cara, suenan los aplausos y él encuentra sin buscarla su mirada como si fuera el auténtico final de aquel hilo transparente sobre el que han estado caminando ambos toda su vida.
La segunda vez que se ha enamorado, lo ha hecho de aquellos mismos ojos azules y de su sonrisa mucho más triste todavía.
A veces duele la vida de tanto querer vivirla, piensa mientras su hija pequeña la tira de la mano y le dice: ¡
mamá, yo de mayor seré fufunambulistaaa!

Albada 284

A PESAR DE TODO, BON VIVANT
(18 de marzo de 2012)



Pasear implica no alejarse demasiado, no es de ninguna manera un viaje, pero también requiere de espacio. Pasear conlleva movimiento, tal vez alguna mínima dosis de celeridad, pero también precisa un cierto acopio (más bien abundante) de tiempo. Ambas, espacio y tiempo, son condiciones propicias para que el artista del paseo (aquel flâneur parisino de Baudelaire) pueda respirar a la vez tranquilidad y gozo.
Junto a ese exquisito inhalar, además, está el percibir, el asimilar el paisaje del que se forma, aún sin proponérselo, parte. Al pasear se aprehende uno de sí, al mismo tiempo que se asimila en tu interior el entorno; uno se vincula a él, al paisaje que a menudo sólo es percibido como el fondo de un escenario más o menos difuso delante del cual transcurre nuestra vida cotidiana.
En el auténtico paseante, el hábitat deja de ser una simple instantánea para convertirse en el rico suceder de imágenes en las que le flâneur formará parte como protagonista activo del recorrido: al pasearlo, y ser ya ese mismo paisaje, lo descubre y se descubre, al mismo tiempo que su mirada curiosa y atenta nunca deja de explorar.
Consejos sobre como ser un artista del paseo los hay y ya vienen de lejos: El libro pionero que va sobre el descubrimiento de sus placeres lo escribió un tal Schelle, amigo de Kant, allá por el s. XVIII. Lejos de las pasivas visiones románticas propuestas por Rousseau para sus paseantes, nuestro filósofo alemán fue innovador y nos dedicó una serie de buenos consejos sobre la actitud que hay que observar si queremos que nuestro paseo sea la manera activa y consciente que evidencie la existencia de nuestro entorno. Entorno, que al fin y al cabo es esa otra realidad que forma parte del Todo, incluyendo en ese Absoluto a nosotros mismos. La experiencia estética y enriquecedora intelectualmente, la sensibilidad que desarrollemos a lo largo de nuestros andares, irán si lo hacemos así mucho más allá que un simple salir a dar una vuelta.
Hay miles de paseos para un solo y único recorrido, depende siempre de cada momento, de cada persona; de cada mirada, de cada sentimiento. Hay paseos en los que se siente la belleza de esas plazas recoletas donde aún se oye el agua de una fuente; los hay que gustan de horizontes abiertos y espacios infinitos, los que anotan desconchones y la desolación de la dejadez, los soleados, los lluviosos o los que gustan de caminar entre la multitud anónima… hay coleccionistas de paseos que como aquellos fervientes dadaistas persiguen los paseos de las taimadas esquinas, peligrosos pliegues donde habitan sus fantasmas.

La vieja, la hermosa costumbre de pasear es de las que siempre reconfortan y una de las pocas a la que todavía nadie ha conseguido gravar con impuestos y tributos.
Pasear por las calles de nuestras ciudades o de los hermosos alrededores, “tan a mano”, que las rodean, es barato y sólo nos trae cosas buenas. Reflexionar a la vez que se disfruta andando es una labor que no cotiza en Bolsa pero proporciona interesantes capitales activos: placer y salud a partes iguales, serenidad y plenitud, observar y gozar, meditar y sentir la libertad del espíritu correteando al albur de no importa qué senda.
A veces, si se hace en compañía, se convierte en un agradable camino compartido, pero entonces deja de ser ese vagabundeo solitario (un tú a tú consigo mismo) que deriva a menudo en insospechados hallazgos, en íntimos y gratificantes descubrimientos.
Atentos, curiosos siempre a lo que percibimos por nuestros sentidos y nuestra experiencia espiritual, pasear nos ayudará a conseguir una percepción más rica y precisa, estimular el sentido crítico y la capacidad de amar lo que tenemos cerca. Comienza esta semana la Primavera, estación que en nuestra tierra siempre se muestra tan esquiva y caprichosa como hermosa y breve. Quizás sea éste el momento (tan estupendo como otro cualquiera) de aprovechar y empezar a pasearnos Teruel sin prisas y con los sentidos abiertos; porque muchos de los lugares que tenemos ahí al lado, aún están esperando que los descubramos. Conocer y disfrutar de sus rincones, sus barrios, sus alrededores, los mismos que miramos a diario sin detenernos a verlos, desubicar la mirada y convertirla en sensible al pequeño detalle, al exotismo de lo familiar, tal vez nos permita ser (al menos por ese breve tiempo y con permiso de las crisis y reformas laborales) el bon vivant que todos, alguna vez, nos merecemos ser.


Albada 283








CUANDO LA LLUVIA



(11 de marzo de 2012)

Echo de menos la lluvia. La lluvia vuelve los recuerdos blandos para que les sea más fácil colarse y empaparte el alma. A pesar de que estábamos de vacaciones y el verano estiraba de los días uno a uno hasta hacerlos interminables y felices, si llovía, mamá nunca nos dejaba salir a la calle. Tenía un miedo exagerado a los resfriados que ya le venía desde niña, de cuando le contaba su abuela que de seis hermanos que eran, cuatro se los llevó un destemple mal curao que les dejó una tormenta de agosto. Según mi madre, aquel mal en el pecho con una tos seca y continua, aquel respirar como de fatiga o sibilancia que siempre ha sido muy propio de nuestra familia cuando nos constipamos había que tomarlo como lo que era: un aviso. Y es que al final, a pesar de todas las friegas de sáuco que en aquella casa se dieron –que fueron muchas antes de la guerra–, a pesar de cerrar a las corrientes de aire cualquier mínimo resquicio, sólo salieron adelante la abuela y su hermano más pequeño, el tío Andrés, aquel viajero incansable, que aún aparecía de vez en cuando por la casa cargado de regalos maravillosos; extraños objetos traídos de países cuyo nombre no sabíamos pronunciar ni encontrar en la bola del mundo del despacho de papá, hasta que él, riendo y con paciencia de maestro, nos los iba señalando uno a uno, con aquellos dedos gordezuelos de manos que nunca trabajaron. Las increíbles historias de valientes exploradores, las intrépidas aventuras de bohemios viajeros amigos de nuestro viejo tío-abuelo acompañarían muchos de nuestros sueños en aquellas noches de verano.
Cuando llovía nos dejaban a los más pequeños (mis cinco primos, mis tres hermanos) jugando en la galería cubierta que bordeaba toda la fachada de la casa. Aquel enorme y soleado corredor tenía grandes ventanales con marcos de color azul y enfrente, en la otra pared, decenas de macetas colgadas con geranios blancos y fucsias, y de cuando en cuando, una pequeña tina en el suelo de donde brotaban los jazmines que endulzaban todo su aire. Olor a jazmín fresco de los días de lluvia en la vieja casa familiar. Perfume de la infancia.
Aguantábamos escasamente dos partidas a La Oca, quizás alguna más larga al Parchís, pero pronto nos cansábamos de aquellos juegos con normas para estar sentados, y nos íbamos cada uno por nuestro lado, haciendo de aquel gran pasillo colgado el escenario de nuestra imaginación.
La lluvia se escapaba por las canaleras rotas como cataratas, salpicando los adoquines y las jambas de las puertas. A mí me gustaba mirar aquellos charcos azules. En algunos, si quería el sol, a veces les nadaban arcos iris pequeñitos; otros, eran tan profundos que de ellos salían regatos violentos que arrastraban todo a su paso hasta sumergirse en torbellino dentro de la alcantarilla; en ellos, estaba segura, podrían nadar dos peces rojos como los del surtidor de la entrada. Recuerdo aquella gran bronca y que no me hubieran descubierto de no ser por el rastro de gotas de agua que salían del cuenco de mis manos, tan pequeñitas, tan apretadas llevando los peces… Devolverles un poquito al mar, no me sirvió de excusa para no quedarme sin paga tres domingos.
Por la calle apenas pasaba gente, de vez en cuando alguien debajo de un paraguas se aventuraba a ir hasta los soportales de la plaza. Allí se veían grupos de hombres con los cigarros en la boca: reían y hablaban al mismo tiempo. Estaban contentos, contentos de estar juntos una tarde de verano, contentos del sabor adormecido de la nicotina, contentos de sus cosechas y la lluvia.
Cuando me cansaba de mirarlos, probaba a hacer diana con el balcón de la casa de enfrente. Los proyectiles eran alguno de aquellos indios y vaqueros del fuerte que compartía con mis hermanos. No acertaba siempre. A veces se quedaban entre los huecos de las tejas, quietos junto a las acanaladuras, escondidos entre los líquenes y el musgo… Me imaginaba que desde allí nos vigilaban, que cuando nadie les veía sacaban sus cabecitas de plástico verde haciendo recuento de sus fuerzas (cada vez eran más sus efectivos en aquel universo del tejado naranja).

Al atardecer los mayores nos traían la merienda: para un día especial una merienda especial: chocolate caliente y aquellos bizcochos de la dolorcita, la vieja chacha de mi madre y de mis tías que siempre conocí viviendo con nosotros. Preparaban la mesa, y se estaba tan bien allí que todos decidían quedarse a merendar con nosotros en la galería, la lluvia fina salpicando los cristales de ventanas azules y el olor a jazmín. Muchas veces invitaban a alguna vecina, que pasaba a casa con su toquilla rosa sobre los hombros por que ya empezaba a refrescar, decía; incluso algunos amigos del papá: Don Tomás el farmacéutico, Don Joaquín el de la tienda de ultramarinos… o el que mejor me caía a mí, Don Luís, el veterinario al que yo solía acribillar a preguntas sobre cómo podría tenerse un caballo en aquella casa (el intento no me fue del todo bien… pero esa es otra historia.)
Echo de menos la lluvia. En los días de vacaciones en el pueblo, si llovía, y aunque mamá no nos dejara salir a la calle, el mundo venía a visitarnos
.

Albada 282





ÖTZI


(4 de marzo de 2012)



La tormenta lleva dos días sin parar. No creo que se alcance a distinguir mi forma humana desde lejos, quizás ya soy un pequeño montículo en medio de la oscuridad blanca. Sé que nadie vendrá a buscarme y si lo hicieran nunca me verían. Sólo queda la espera hasta ser una minúscula partícula bajo la nieve, un leve poso en la entraña azul. El viento me grita con voz aterradora. Apenas puedo mover los dedos, pero aún parpadeo. Lo hago lentamente y siento la quemadura del borde de los párpados al rozar con la nieve que ha congelado mis pestañas. Alcanzo a distinguir entre la ventisca el glacial azul que besa las orillas de los tres grandes picos. Cada vez más grande, más cerca, más dentro de mí. El corazón helado de las montañas hace pagar con la vida a quien lo mira, así rezaba el chamán, así lo repetían una y mil veces los viejos de la aldea. Ahora, en medio justo de aquella trampa brillante que inevitablemente se acerca, oigo en mi cabeza las músicas tribales, los mantras que nos protegían en el peligroso camino a la alta montaña, sortilegios y conjuros para los valientes guerreros al encuentro de lo remoto, de la victoria sobre lo desconocido. La herida en el hombro izquierdo ya no la noto, aquella flecha extraña me dolió más por lo inesperada. Sé que me desangro lentamente y que mientras el hielo cala, asciende, atraviesa una a una la linfa de mis huesos, yo me vacío sobre él y le pinto de rojo pequeños ríos que pronto se vuelven de cristal. Junto a la aljaba, tiradas a mis pies, hay más flechas manchadas con sangre de extranjero. Huyeron heridos cruzando el lago en sus barcas de cuero. En la bolsa cerrada, que no consiguieron llevarse, conservo todavía el cuchillo de pedernal, el hacha de cobre, la yesca para hacer el fuego, y, envueltas en madera, las setas curativas que mi mujer prepara.
Aquella mujer, aquellos hijos, la aldea al atardecer… la melancolía es tan azul, que la atraigo a mi corazón hasta estallarme.
Suena el preludio de Tristán e Isolda. Sobre la pantalla fluorescente del microscopio electrónico descansa el ADN mitocondrial de Ötzi (así lo han bautizado: Ötzi, el Hombre de los hielos).
Inclinado sobre el binocular, el investigador “sabe” por fin, tras más de 5.000 años, de aquel guerrero sepultado por el hielo de los Alpes. La genética le cuenta de sus ojos marrones, su metro cincuenta y nueve de estatura... 50 kilos, 46 años.
El científico, que vio anoche la última película de L. V. Trier, secuencia el genoma completo del cuerpo congelado. El individuo mantiene perfectamente conservados todos los tejidos de su organismo y órganos internos debido a un proceso de absoluta congelación producido por el frío extremado de la zona donde falleció, escribe en su informe. Se aprecia una predisposición hereditaria a episodios cardiovasculares, intolerancia a la lactosa; herida contusa en omoplato izquierdo… muerte por hemorragia traumática...
Una luz azul, en absoluto prevista, le obliga a levantar por un momento la frente del binocular; pero sólo es un instante, quizás fue su imaginación, en todo caso nada reseñable que añadir a su informe.
Desconectados ordenadores y microscopios, apagadas luces y cerradas puertas, en el silencio del laboratorio todavía quedan flotando entre probetas y pantallas las últimas notas del preludio de Tristán e Isolda. Melancholia orbita sobre la bóveda celeste, aguardando apocalipsis de un nuevo corazón.








Albada 281

MEDIA HORA


(26 de febrero de 2012)

Cuando por fin la bisabuela dejaba de trastear por la cocina y se sentaba en el sofá, sabíamos que la hora de dormir se acercaba. No hacía falta esperar a que la sirena avisase que pronto, en media hora, las luces de todas las casas y de todas las farolas de la calle iban a apagarse; tampoco hacía falta escuchar en la escalera los pasos rápidos de algún vecino llegando a su casa inquieto por su retraso ante el inminente momento en que todos deberíamos estar ya “recogidos” y durmiendo.
Aquella media hora antes de salir disparados hacia la cama, mis hermanas y mis primos, con nuestros pijamas puestos, nos sentábamos cada noche alrededor de la bisabuela, y escuchábamos atónitos sus historias.
La bisabuela nos hablaba de una plaza donde solían
jugar ella y sus amigos a la salida del colegio: “…sobre todo cuando llegaba el buen tiempo aquel lugar se llenaba de gritos infantiles pateando el balón, o persiguiéndose con el tú lo posas… y a veces, cuando llovía, buscábamos refugio en cualquier patio y nos pasábamos la tarde contándonos historias de miedo, con la merienda en una mano y la playstation en la otra… así se nos hacían las tantas... ”
Solíamos interrumpirla muchas veces con preguntas y, a menudo, no la dejábamos continuar con nuestras exclamaciones de asombro o con n
uestras risas por las bromas y travesuras que contaba hacían. Nos sorprendió especialmente la primera vez que nos dijo que los niños a partir de cierta edad podían salir solos a la calle sin ningún mayor que les acompañara constantemente, o también que nadie les enviaba un mensaje electrónico a ellos y a sus padres cada mañana (la sirena para despertarnos en toda la ciudad está sincronizada con el envío de dicho correo) a su “Personal Digital Dietary” con el listado y el horario exacto de todas las actividades que sin falta y puntualmente se deben realizar durante cada jornada (entre otras cosas porque, sorprendentemente, dicho Dietario Digital no existía en su juventud) .
Un día nos habló de su primer novio, un chico de su misma clase aunque algo mayor que ella. Otro día de cómo aprendió a ir en bicicleta y de cómo, montada en ella, se acercaba a la biblioteca y volvía a casa cargada de libros.
A mi padre no le gustaba mucho que la bisabuela nos contara aquellas historias; le decía a mi madre que lo único que conseguía así era complicarnos la existencia, llenarnos la cabeza de imágenes y cosas absurdas, y que no estaba muy seguro de que aquello no fuera ilegal y denunciable. Mi padre sin embargo no le dijo nada a ella, a su abuela, porque nunca había sido amigo de broncas y, además, lo único que le interesaba era que le dejaran tranquilo: su mayor felicidad consistía en pasar las escasas horas libres que le permitían en el trabajo conectado a la máquina de oxígeno azul, viendo pasar allí sus películas favoritas en “seis dimensiones y con retroalimentación emocional incorporada”...
Yo a veces miro a la bisabuela mientras habla: los ojos entornados, casi cerrados, las arrugadas manos de sus pequeños gestos, aquel rostro querido que me ha acompañado siempre con su sonrisa desde que nací. La miro y confieso que, aunque la quiero a rabiar y siempre la he considerado persona sensata, todo lo que nos cuenta me despierta bastantes sospechas. Desconfío de ella y no quiero, pero la idea de que sean todo invenciones me inquieta. Cuando ya estoy en la cama, cuando toda la ciudad está en la cama y sólo el pequeño rayo de luna se cuela por la ventana, comienzan a desfilar mis dudas: ... pero, ¿qué sería eso de una bicicleta?, ¿y una biblioteca?... ¿Cómo la policía les permitiría correr por las calles, gritar, saltar, o, lo que era más grave, reunirse en grupos nada menos que “para hablar”?... Y sobre todo, lo que más me intriga, lo que más me quita el sueño: ¿qué significará, que será “Libertad” que la bisabuela la nombra una y otra vez tras un suspiro?


(Valencia, Febrero del 2012)

"Desterrada la justícia que és vincle de les societats humanes, mor també la llibertat..." (Lluís Vives, 1492-1540).

Albada 280




PUNTILLAS

(19 de febrefro de 2012)


Sólo me quedan unos diez y en seguida estoy contigo. Cuando hayas dado de cenar a los niños, seguro que ya estoy casi terminando. Después. Mejor después, cuando ellos estén acostados cenamos nosotros cualquier cosa, ahora prefiero terminar yo esto, luego me desconcentro y además me da más pereza. Sí, sí, claro que me apetece, después vemos esa película que te han pasado en el video, si quieres, los dos tumbados en el sofá, total esta noche no echan nada bueno por la tele. Estoy cansado, acabo de bostezar tres veces; no sé, de verdad que no importa la película, elígela tú, me apetece dejarme adormecer mirándola sin verla, mientras apoyas tu cabeza en mi hombro. Éste es casi el último, me faltan tres por corregir y enseguida estoy contigo. No, no tengo mucha hambre, no prepares mucha cosa. No frías nada. Un huevo tal vez, me apetece un huevo frito. Quizás una ensalada o algo de queso. ¿Voy a darles el beso de buenas noches ya? Los gemelos han dejado el suelo lleno de agua, desde que han aprendido a ducharse solos el baño parece un lago cuando ellos salen. Voy ya por el último, enseguida estoy contigo. ¿Me pasas la sal, por favor? El huevo me sabe a gloria. Este examen les ha salido bien a casi todos. Sólo un suspenso, Ros ha faltado mucho últimamente a clase, y bastantes notables. Estoy contento, los alumnos lo estarán también mañana cuando les diga las notas. Ven, reclínate sobre mí, descansa. Vaya, seguro que es por ese nuevo detergente con efecto lejía que compramos en aquella oferta barata, seguro que la camisa huele así por él, y luego te da la alergia, lo sé. Espera, me pongo un jersey viejo de los de casa. Ven, ya está, así mejor, reclínate, apóyate en mi pecho, quizás la película sea hasta buena y no nos durmamos. No, no me habías contado eso de tu jefe. No sabía que se pudiera llegar a ser tan cretino. En esa oficina tuya nada es lo que parece. Me gusta cuando sonríes así. Me tranquiliza, me reconcilia con la vida. No, deja, no la pares, sigue viéndola tú, luego me la cuentas, voy yo a ver por qué llora Miriam, una pesadilla seguro, o quizás quiera sólo agua. No era nada, sólo un mal sueño, se ha vuelto a quedar dormida con ese gesto tan suyo, una mano, los deditos enredados en sus rizos, la otra sujetándose el chupete. Pero bueno… ¡vaya guión! ¿Crees que ese detective será capaz de solucionar el caso él solo? Bueno sí, puede que tengas razón, que toda esa facha de despistado no es más que eso precisamente: una facha. La peli es mala, moderna sí, pero rematadamente mala a pesar de ese par de Oscar que le han dado. Agotada de un día más, te estás quedando dormida apoyada en mi pecho. Todavía una mano enreda sus dedos (los míos) en tus rizos y la otra aprieta un poco mi brazo y me susurras: Juan, recuerda que mañana tenemos la revisión de la ITV del Passat.
Antes de quedarme yo también dormido ante el televisor me da tiempo a susurrarte: Isabel, me duele el alma de tanto amarte, y siempre fue así, siempre quise un final feliz para nosotros, aunque a veces la felicidad tenga forma de huevo frito con puntillas.





Mi pequeño recuerdo a Los Amantes de Teruel, cuyas fiestas hemos celebrado estos días y en los que me gustaría creer.

Albada 279

RESFRIADO


(12 de febrero de 2012)



Creo, me parece, que suena el despertador. Intento incorporarme, extender el brazo hacia aquel invento diabólico (apuesto conmigo mismo a que ningún otro aparato le supera en la historia de los inventos en provocar tantos insultos). Después de pasarme toda la noche tosiendo y sin poder pegar ojo, ya casi al amanecer he conseguido caer en un sueño profundo, o más bien, para ser exacto, lodoso, porque a pesar de los esfuerzos que hago por levantarme e intentar impulsarme hacia allí arriba, hacia la luz de esta mañana también fría, no consigo mover ni un pie del fango de este sueño, que es pegajoso y absorbente como esas tiras de pegamento que veía colgadas de las lámparas de la cocina en las casas de mi pueblo.
Al final se me ha ido el complejo de mosca y he conseguido subirme en las zapatillas. Tengo tanto frío que tirito mientras la frente me está ardiendo. Hace frío en el baño, hace frío en el pasillo. Una casa fría por la mañana es como la huella en la almohada de aquella chica con la que quise hablar al amanecer y no esperó a que despertara. Una casa helada al empezar la jornada duele tanto que quisieras de nuevo meterte en la cama, ese regazo materno de algodón en el que uno se enrosca para olvidarse.
No me entra nada, así que no desayuno ni siquiera el café que supongo ha llenado con su perfume la cocina, supongo, porque el goteo de la nariz ha convertido el sentido del olfato para mí en un extraño.
Junto a la puerta de la calle, mi perro me mira de frente. Menea la cola y lanza dos ladridos, insiste con un tercero mientras ya salimos. Cuando me levanto el cuello del abrigo siento el ligero placer de haber violentado en algo a aquel temporal de viento.
El perro tira de la correa y soy yo el que le sigo. Simplemente me dejo llevar. Siempre me ha resultado fácil dejarme llevar.
En el despacho ya todos están trabajando. Ni levantan la cara de sus mesas. Lucía me espera junto a la mía con dos archivadores. Los oprime contra su pecho y al entregármelos abre los brazos como si me fuera a abrazar con ellos. No he hecho bien al retirarme, porque las carpetas se han abierto al caer y todo su contenido se ha esparcido por el suelo. Lucía y yo estamos todavía de rodillas juntando los expedientes cuando entra nuestro hosco y brusco jefe.
Tira tan fuerte de mí el perro que ahora ya no camino, corro. No entiendo cómo estoy de nuevo agarrado de su correa corriendo por unas calles que ni siquiera me suenan. Sí que sé que estoy perdido y sólo tengo el dogal del perro como amarre. Siento dolor en las palmas de las manos y como se me quema la piel por el fuerte tirón. Corremos como locos siguiendo a un perro, a otro perro, y luego a tres… cada vez más perros que perseguir, cada vez más rápido que correr. El viento consigue colarse por el cuello de mi abrigo y ahora es él el que se ríe a mis espaldas.
Quizás he tropezado, no me duele nada, pero siento como me caigo en el vacío, es un vértigo que me hace sacudirme entero, sacar violentamente los brazos de debajo de las mantas, agitar estremecido las piernas y abrir los ojos de repente, como quien da al interruptor de la luz sin avisar.
De pronto y sin pensar, siento que esa claridad tímida de la ventana es del atardecer, y soy consciente a la vez de muchas cosas: de que no tengo ningún perro, ni hace frío en casa; de que hoy es domingo y no hay ninguna Lucía que me quiera abrazar en mi oficina...
Mi mujer, sentada en el borde de la cama, da vueltas con una cucharilla al café azucarado. Mientras me cuenta que he dormido todo el día me ofrece la humeante taza, y yo, no puedo remediar estremecerme al ver las palmas de mis manos raspadas y enrojecidas.


Albada 278



DOS IGUALES
(3 de febrero de 2012)

Como una catedral, querida. Así de grande era mi mentira, como una catedral altísima. Como una vertiginosa Saint Pierre de Beauvais al fin terminada y sin fisuras: así de incontenible, así de arrolladora. 
Y de tan grande, de tan desmedida y al fin monumental, me fue imposible, ya no vencerla, sino tan sólo enfrentarme a ella. Al tenerla tan cerca y tan presente, envolviéndonos al completo, formando parte del bucle cotidiano, se transformó mi farsa en tu hábito, y tú, con indolencia cobarde –no dejo de reconocerte también un poco de culpa, querida–, te cubriste la zozobra de las dudas con la comodidad de no preguntarme. 
Y el silencio fue llenando de más y más poso aquel enorme vacío de la traición y del embuste. 
Me iré con lo que llegué, con nada; sólo el coche será mi cómplice en la partida. A cambio de él también te dejaré mi mentira: romperé esta carta y mis torpes explicaciones. Me iré para recuperar aquel desasosiego de la juventud, aquella inquietud de siempre sin resolución, sin nexo, sin consecuencia, porque yo... 

***

A partir de aquí, la tinta se convertía en un borrón. Era imposible continuar leyendo la carta porque la lluvia había empapado el papel por completo en ese lado. Tampoco encontró más folios tirados sobre la acera, así que solamente tenía aquellos tres párrafos para imaginarse qué se yo, un desamor, un desengaño sentimental, cualquier historia de afectos encontrados y –eso era lo único seguro– una definitiva y clara despedida. 
Si no hubiera estado enganchada (¡aquel viento polar!) en el respaldo de los asientos de la parada del autobús nunca la hubiera recogido, ni la hubiera leído tampoco sin esos largos cinco minutos de espera solitaria. Ella ni siquiera se preguntó el porqué de que esa carta (que alguien tiró para olvidarla tan cerca de su casa) llegara hasta sus manos. Pero las casualidades son así, siempre tienen su razón (que siempre, además, terminamos por descubrir mucho más tarde).
Aquella noche, mientras el sueño llegaba, practicó su pasatiempo favorito e imaginó historias, concilió sospechas fantaseando sobre qué vecinos de su calle estarían a punto de separarse. Antes del amanecer ya había tomado forma su enredo y disfrutaba sólo con pensar a quienes lo contaría (el marido de la pareja del segundo tenía toda la pinta de engañar a su mujer y ser el autor de aquel escrito...)
La mentira tiene las piernas muy cortas, sólo eso le dijo su marido cuando le enseñó la carta y le explicó su teoría... No le contestó lo que ella sabía tan bien: que pese al tamaño de sus piernas, la mentira anda rápido y se cuela por todos los lados. 
Como una catedral, enorme y fastuosa, fue levantando con constancia el bulo y en poco tiempo el chisme se hizo tan y tan espeso que nadie pudo despegarse –durante un tiempo– de su pringue. Y digo bien durante un tiempo, porque cuando ese tiempo pasó, la gente dejó de hablar de la pareja del segundo y solamente lo hicieron de ella.
Y dicen –y no les miento— que aún necesitó ver el garaje vacío de su casa durante tres días para poner los nombres verdaderos  (destinataria y remitente) a aquella carta emborronada. 




Albada 277

LLUVIA
(29 de enero de 2012)


Las 8 y todos se habían ido ya. Llegaba tarde. Recogí la carpeta y salí disparada. Desde luego la solemne escalinata de la Accademia di Belle Arti no había sido diseñada para bajarla corriendo, saltando casi (faltó poco para tropezarme). La mañana estaba fría en Roma aunque el sol brillaba sobre un intenso azul; ni rastro de nubes. Crucé veloz hacia la Via del Corso dejando la bruma que subía del río a mi espalda. Para cuando llegué a la Piazza Della Rotonda ya se había formado una fila de turistas delante de la entrada. A la derecha, en un cartel que parece diminuto ante la magnitud del edificio se podía leer: Il Pantheon. Aperto tutti i giornni, dalle 8,30 della mattina fino alle 7,30 di sera (orario continuato).
En el interior llevaban ya casi media hora de trabajo: con sus monos blancos, los guantes de látex y las mascarillas, y aquella luz potente, iluminándoles las gafas protectoras, parecían más un batallón de cirujanos en una intervención urgente, que mis compañeros de clase de Restauración y Conservación. Tras mimetizarme con ellos, emprendí la tarea: minuciosa, espaciadamente he limpiado con mimo la piedra volcánica del casetón que tenía en frente. Alguna vez he levantado la vista y he pensado en lo afortunada que era, en lo hermoso de trabajar en armonía todos juntos en el espacio perfecto. Cuando uno penetra en aquella cueva esférica parece que el tiempo se ha detenido y que la única dimensión posible de la realidad es la sensación de estar y ser más que nunca. No importa que tuviera que convivir horas y horas con la avalancha de visitantes, aquel rumor sordo, que allá abajo, en la otra, en la invisible semiesfera inferior del cielo no cesaba de moverse.
Desde los andamios más altos, semejantes a anillos que abrazaran desde dentro la corteza de aquel cosmos, se puede ver caer la luz del círculo abierto al cielo como si fuera una cascada que quisiera hundirse sobre el pavimento, primero blanca e impetuosa y cada vez más dorada y leve conforme avanza la tarde.
Cuando ha sucedido, ya apenas quedaban turistas. Era hora de cerrar y nosotros también terminábamos la jornada. La luz poniente del óculo se ha vuelto de pronto púrpura y la lluvia ha comenzado a descender con ella hasta las baldosas. Hoy he visto llover por primera vez en Roma desde que llegué y ha sido dentro del Pantheon. Llovía en el Pantheon y el agua parecía que era la misma de hace muchos siglos.
El suelo convexo ha conducido el agua hacia el pequeño canal sin ningún problema, nos ha dicho el profesor antes de marcharnos todos a por unas pizzas. (Fragmento del diario de una Erasmus).


Albada 276





(J.Carelman, Cafetera para masoquistas)


OBJETOS COTIDIANOS
(22 de enero de 2012)
Según consta en el informe judicial, al principio, ni el consistorio ni la comisaría relacionaron los hechos. A pesar de q
ue éstos se fueron sucediendo con una concatenación y una frecuencia preocupante, no hubo nadie que se percatara de que aquellos acontecimientos podían tener alguna conexión y mucho menos una misma autoría. Simplemente se habló de mala racha. El único vínculo que la policía dedujo, cuando a mediados de enero el alcalde la convocó alarmado, fue que todo aquel dislate siempre se había producido en la maquinaria nueva, y que se tenía la absoluta certeza de que no había sido consecuencia de fallo humano alguno: “cuando aquellos percances ocurrieron se comprobó que siempre se había venido actuando según las instrucciones de manejo de cada material o instrumento”, terminaba diciendo el documento.
Los primeros en quejarse fueron los ancianos del recién inaugurado centro de día municipal “Tu Paraíso Dorado”. Coincidiendo
con el nuevo año el estreno del tantas veces demandado local les hizo prometérselas muy felices a los jubilados, pero poco pudieron disfrutar de la paradisíaca novedad: apenas transcurrida una semana la calefacción se vino a bajo y ya no volvió a funcionar. Un penoso frío se apoderó de las prometedoras instalaciones y sus inquilinos las abandonaron sin pensárselo dos veces: ¡mejor seguir sin tener nada y continuar jugando la partida, calientes, en el bar de siempre que tener una hermosa pulmonía!, dijeron. A las preguntas del juez, el técnico declaró que le fue imposible descifrar en las enrevesadas instrucciones de la nueva caldera la manera de encenderla (ni él, ni los otros cuatro técnicos que fueron avisados, uno tras otro, ante el fracaso de los anteriores).
Pese a que el caso del centro de día fue ampliamente recogido, y ciertamente (como se quejaría luego el alcalde) tratado con alg
o de ensañamiento por la prensa local, el segundo suceso fue mucho peor o al menos mucho más sonado: por lo pronto hizo despertarse y poner el alma en vilo a toda la población. Como coordinadas por mano invisible –que no angelical– todas las campanas de la ciudad en las que se había recientemente instalado un moderno sistema robotizado, comenzaron a sonar a rebato desde mucho antes del amanecer. Desde el panel general de mando no hubo forma humana de conseguir callarlas. El motor, la transmisión al yugo de las correas... todo parecía estar de acuerdo con el manual, pero nada, sin embargo, respondía a la lógica. El concierto a esas alturas (ya bien pasada la tarde) se estaba convirtiendo en un estruendo más parecido a las trompetas del Apocalipsis anunciando la apertura del séptimo sello que a un dulce campanilleo. Ante la alarma general y la desesperación del alcalde se procedió a trabar con vigas de hierro cada una de las “inquietas” campanas, con el consiguiente riesgo de los operarios.
Después vino lo del brazo oscilante de los camiones de basura, las células fotoeléctricas de las farolas de la avenida, los relojes de los parquímetros y los LED de los semáforos de la entrada… todos fallar
on: pese a ser nuevos y ser programados correctamente según sus indicaciones.
La ciudad estaba inmersa en la ofuscación y el caos. Para cuando el jefe de policía comenzó a atar cabos ya se sabía que esos pequeños desastres con las cosas cotidianas –como los calificaban desde el consistorio para quitarles importancia– se estaban produciendo no sólo en el patrimonio municipal sino también en todos los domicilios: cientos de objetos, regalo de las
últimas fiestas, (cafeteras, móviles, ipads y tablets, maquinillas de afeitar, secadores, tostadoras…) estaban inutilizados, muchos de ellos no habían podido ni siquiera estrenarse porque ya no funcionaron desde el principio.
En la vieja imprenta, vistas a través de la ventana esmerilada, las idas y venidas de su silueta –alta y desgarbada– nunca despertaron sospechas a los vecinos; parecía trabajar sin descanso movido por una prisa y un afán de laboriosidad encomiable. Mientras a su alrededor las máquinas continu
aban sin descanso “vomitando” más y más escritos, el impresor doblaba cuidadosamente pequeños papeles a modo de prospecto, grapaba hojas formando cuadernillos que semejaban folletos.
Detrás de él, ocultas tras la puerta cerrada del almacén, miles de instrucciones de uso –las auténticas, las que no estaban trucadas con errores, ni mutiladas, ni con el añadido de peligrosas apostillas– llenaban
filas y filas de bolsas de basura.
Las nuevas sirenas del coche patrulla no sonaron cuando éste se detuvo ante la puerta del taller.














Albada 275


UNA SEMANA
(15 de enero de 2012)


La noche es fría. Pequeños cristales de nieve cruzan veloces el trasluz de las farolas. Despiadado, el viento los arrastra hasta las suaves mejillas de los niños, les azota el trocito de cara enrojecida que se asoma entre la lana de gorros y bufandas, se cuela por los tobillos convirtiendo en involuntarios bailarines los helados pies.

La cafetería es el refugio; está caliente y llena; a duras penas ha conseguido hacerse con dos sitios en una de las mesas junto a la puerta. Hay mucha confusión allí, mucho barullo; la gente no para de entrar, se saludan efusivamente unos a otros y se hablan a gritos como si no tuvieran cosas importantes que decirse. Muchos salen dejándose la bebida a medio terminar: son las prisas, piensa. Sin embargo, observa que son los niños los que más impaciencia llevan, los que tiran de la manga de sus padres y los sacan de allí vencidos, casi en volandas, como si aquella noche, súbita y milagrosamente, hubieran adquirido una fuerza sobrehumana y los mayores fueran tan maleables y dóciles como sus juguetes.

Mi querida señora, siéntese aquí, le dice levantándose. Todo ha sucedido rápida e inesperadamente: se le ha ocurrido de pronto ofrecerle su asiento a aquella desconocida. Ha sido al verla entrar y quedarse quieta junto a la puerta con el niño de la mano –tan frágil, tan bonita– en medio de toda aquella algarabía, ni siquiera lo ha pensado dos veces. Es algo más que la simple galantería que antaño le enseñaron, lo ha comprendido enseguida al notarse aquel –¡hace tanto tiempo olvidado!– cosquilleo en el estómago. Siéntese usted, por favor, vuelve a decirle, esta vez turbado, y le señala la silla mientras en la otra, la pequeña Jimena observa al abuelo y a los dos nuevos invitados encantada por la novedad.

Y es así como ella, sentada con el nieto sobre el halda, y él, de pie con la nieta de la mano, se miran a los ojos por primera vez; y es así, también, como si ya lo hubieran hecho siempre, –¡ese desde siempre!–, como si nunca hubieran sido extraños. Septuagenarios enamorados, tic-tac, la felicidad llamando, tic-tac… el compás del corazón es el único reloj que marca aquel instante y el resto, cotidiano y habitual, es tan sólo un borroso boceto de la vida.

Corre la voz de que la cabalgata está ya muy cerca, que casi llega al principio de la plaza y hay desbandada general. El abuelo termina deprisa de abrochar el abrigo de Jimena mientras la reencontrada coloca los guantes a su nieto. Salen los cuatro, juntos, a la calle. Ha amainado el viento y ahora la nieve cae densa y despaciosa: cuaja sobre los tejados en silencio, creando deformes muñecos de nieve sobre las chimeneas frías.


Hija, me entretuve, no cogí ni uno este año, dijo en casa cuando le preguntaron por la tardanza y por los caramelos. Mi padre está cada año más mayor, más distraído, comentaría a solas aquella noche la hija al marido.
Hay dos cosas buenas que alguna vez traen los regalos de Reyes: una, que los hay tan hermosos que no necesitan envolverse porque están dentro del corazón, y otra, que nunca hay fecha de caducidad para recibirlos.
La nieve bajo el sol hace más clara la mañana. En la cafetería, de nuevo vuelta a la tranquilidad, ella le sonríe mientras él le ofrece la silla: Mi querida señora, siéntese a mi lado, por favor. Sucedió hace poco, apenas una semana
.

Albada 274

POSTFACIO


(8 de enero de 2012)

Cuando tienes un libro de intriga o con una historia importante entre las manos puede ocurrir que antes de llegar a la mitad la curiosidad te pueda y te vayas directamente a las últimas páginas. A menudo, si se hace eso, sucede que el final te deja un tanto chasqueado, y uno piensa que ha sido una pena no haberse aguantado un poco las ganas de saber epílogos y colofones para disfrutar, mientras tanto, de todo el desarrollo, de toda la acción antes del susodicho remate (sea el que sea el “acabamiento”).
Y es que por lo general -aunque tardemos siempre en darnos cuenta- es en el camino y no en la meta donde más se gana, y por ende donde más se disfruta. A pesar de estas premisas que conozco y suelo practicar, con el libro que acabo de cerrar no me demoré en aquello del inicio y nudo y enseguida me fui directamente al desenlace. Me excuso (ya que hacerlo no es lo aconsejable, ni por supuesto razonable) diciéndoles que el libro en cuestión se titulaba Más allá del crash: apuntes para una crisis, del catedrático de Estructura Económica, Santiago Niño-Becerra.

Las últimas páginas del libro -aunque el mismísimo profesor (no yo), califica de “panfleto”- corresponden al postfacio, y en él se habla del “futuro”. El panorama venidero que nos vaticina el mismo inteligentísimo autor que en el 2006 pronosticó, puntual y cabalmente razonada, la crisis del 2010, es harto penoso y difícil: el porvenir, dice, “nos lleva hacia un tiempo tenso, repleto de escaseces y en el que la persona como individuo, tal y como en estas pasadas décadas era entendida y considerada, dejará de serlo”.
Como en estas fechas de celebraciones de fines y principios uno está más sensibilizado de lo habitual con augurios y adivinanzas, he cerrado el libro y he preferido darle el beneficio de la duda no al autor sino a la suerte que nos espera, y pensar que sus afirmaciones son conjeturas más cercanas a meras suposiciones que interpretaciones fundamentadas suficientemente en cifras y datos contrastados.
Simplemente lo prefiero así, y me digo que ya bastante tenemos con las noticias y decisiones que día a día nos comunica el Gobierno, bastante con las cifras del paro y con nuestra juventud perpleja ante su más que confuso porvenir. Y es que aquí, en la vida real y no en los libros, el presente comienza ya a ser tan difícil que cualquier final se nos antoja que tendría que ser necesariamente feliz y mejor.
Este domingo de hoy sabe a cóctel de despedida y comienzo. Tiene el fondo dulce de viajes que fueron, de finales de fiestas y resacas de reuniones familiares, pero el combinado lleva también gotas de molicie y desgana cuando uno piensa en el mañana más inmediato, el de la vuelta a lo cotidiano y el sonido apremiante del despertador: porque es mañana y no hace una semana cuando de verdad comienza el Año Nuevo.
La búsqueda del Paraíso perdido, la formulación de una Utopía en la que nunca acabamos de creer pero en la que siempre confiamos… aquí estamos de nuevo: 2012 comienza y ya sabemos que el calendario Maya se equivocaba, que no tenían fundamento aquellos escalofríos viendo la Melancholia de Trier.
Sólo queda levantarse, recoger las bolas, el espumillón y las luces, y ponerse en acción pensando que nuestro futuro debe ser ante todo el fruto de nuestra propia creación y deseando que, antes de que nos escriban otros el libro con algún final que no nos guste, seamos capaces de escribirlo nosotros como queremos que sea, ya que somos los protagonistas. Es difícil, no pinta bien; el cambio, y no hace falta ser catedrático de Eonomía para saberlo, es seguro que se producirá pero aún podemos hacer que ese cambio sea de los “buenos”. Estamos juntos en esto: ¡Buena suerte para todos!

Albada 273






AZUL

(1 de enero de 2012)


La casa guarda siempre tus recuerdos aunque derriben sus tabiques y excavadoras amarillas la conviertan en vacío. La casa familiar donde creciste habita siempre en el niño que eres, y es en los sueños cuando –como si nada hubiera cambiado, ni siquiera tú– puedes volver a recorrerla, vivirla como si nunca te hubieras marchado y la cama donde la sueñas no estuviera ya muy lejos, en otra ciudad, en otro tiempo.
Como cada año en estas fiestas os habéis reunido en la casa de los padres, en tu casa de niño. Son las cinco y todos han salido menos tú. Hoy es una de esas largas tardes de vacaciones, entre fiesta y fiesta, entre comida familiar y cena de amigos, y entre mantel y mantel te apetece de pronto quedarte en casa. Mientras fuera el frío y el cielo gris se van agolpando poco a poco en los cristales, la casa está al fin, después de tantos días, silenciosa, más íntima que nunca. Vuelves la mirada perezosa hacia dentro y también hacia la habitación caliente e iluminada, y decides que por esta tarde no saldrás a comprar “los últimos regalos”, ni quedarás de copas con los viejos amigos –esos que sólo ves de vacación en vacación–, ni te escaparás, siquiera, al centro a dar un paseo para ver el ambiente.
Hoy te apetece enredar, hilvanar recuerdos. Encender y apagar luces, trastear por las habitaciones vacías, pasar las yemas de los dedos acariciando paredes, marcos con fotografías en blanco y negro… abrir y cerrar cajones, coger, dejar “cosas” –absurdas figuras de porcelana, búcaros tallados en cristal, cerámicas caprichosas, relojes de pared ruidosos…–, objetos banales que siempre has visto en “su sitio”, detenidos como soldados sobre la mesita del salón o tras las vitrinas del aparador, lugares para los que parece que hubieran sido concebidos, y ahora, en esta tarde y entre tus manos, contienen cada uno de ellos una historia y un significado ignorado que te urge imaginar.
Terminas en la biblioteca, buscando, sin darte cuenta, el libro que has olvidado todavía. En las estanterías, mezclados, los tuyos y los de tus hermanos. Tu madre, tan guardadora, ni siquiera ha retirado el viejo y desencuadernado diccionario de inglés (utilizado y reutilizado por los menores de la familia curso tras curso), ni las enciclopedias… Incluso descubres las revistas prohibidas que os escondíais entre las hojas de los volúmenes más gruesos. De pronto, en la tercera estantería, en piel azul oscuro y letras plateadas, el libro te encuentra. Al abrirlo el tacto del papel y el olor acre de la tinta rebrotan en tus sentidos y te llevan de nuevo a aquella Navidad de tu adolescencia en la que lo leíste de un tirón. Tú y aquellas vacaciones en azul, enganchado a la imaginación y a la magia que destilaba cada página, alargando las horas antes de dormirte, llegando tarde y ganándote reprimendas cuando te llamaban a comer y te demorabas terminando otro capítulo. En el magnifico libro de Stoker, en aquel Drácula sumido en las brumas balcánicas, aprendiste que el abismo entre el bien y el mal no es más que el filo de las dos caras de una misma moneda.
Vas cruzando puertas y más puertas de dormitorios cada vez de azul más claro, casi llegas al blanco, y bajas escaleras interminables, escuchas voces cada vez más fuertes… El ruido de los anuncios de coches y perfumes en la televisión es el antídoto perfecto para despertarse de cualquier siesta aunque ésta sea inesperada y presenciada tras la copiosa comida de Año Nuevo, por toda tu familia (con el regocijo de los más pequeños). Todos te miran divertidos y mientras te gastan bromas y te ofrecen la bandeja del turrón, tú les sonríes también azorado y te decides por el trozo de mazapán. (En realidad, sólo piensas en salir corriendo hacia la biblioteca y comprobar si en la tercera estantería está, en azul oscuro y bordes plateados, lo que queda de tu sueño).





Pequeño homenaje al poema Me acuerdo de Bram Stoker de Luis Alberto de Cuenca:

"Cuando el mundo era joven, cuando tierras y mares

estaban aún formándose en el limo primero,

cuando el aire empezaba a surgir de la escoria

elemental, entonces, cuando los dinosaurios

eran sólo un proyecto en la mente divina,

alguien puso en mis manos una edición de Drácula,

la novela de Stoker, con prólogo de Pere

Gimferrer,mi maestro (junto con Pound, Cirlot,

Rubén Darío, Borges y muchísimos otros

nombres que ahora no vienen al caso).Todavía

no puedo describir lo que sentí leyendo

un libro tan hermoso, aunque fuese en aquella

edición descuidada e incompleta de Táber.

Al leerlo, se abrieron las puertas del abismo

para mí, de un abismo en el que florecían

las rosas inmortales de la imaginación,

los lirios del estilo y de la inteligencia;

de un abismo de sombras ancestrales y mágicas

por el que daba gusto perderse y despeñarse;

de un abismo en que Bien y Mal no eran tan sólo

conceptos antagónicos, sino también, y al mismo

tiempo, el haz y el envés de una misma moneda.

Tantos años después, recuerdo mi lectura

primigenia de Drácula, mientras siguen aullando

los lobos de la angustia y del aburrimiento

ahí fuera, mientras vierten noche oscura en el alma

los vampiros del mundo, la carne y el demonio.

Tantos años después, me acuerdo de Bram Stoker

y brindo por su Drácula con la sangre que brota

de la herida del tiempo que ha pasado."






















Albada 272


La joven del Unicornio. R. Sanzio
DESEOS POR NAVIDAD

(25 de diciembre de 2011)

¡Porfa, porfaaaaa!... “Alicia no pudo evitar que sus labios dibujaran una sonrisa cuando empezó a decir: –¿Sabes que yo también siempre creía que los Unicornios eran monstruos fabulosos? ¡Nunca había visto uno de verdad! –Bueno, pues ahora que nos hemos visto uno al otro –dijo el Unicornio–, si tú crees en mí, yo creeré en ti. ¿Trato hecho? "

Y quizá tenga razón –piensa el abuelo mientras le sigue leyendo el cuento a la nieta–, quizás esté en lo cierto el Unicornio de Alicia y, aún en el otro lado del espejo, la única manera de que las cosas que soñamos se hagan realidad sea empezando a creer en ellas.

Acaban de llamar a la puerta por tercera vez en aquella noche: antes fueron los hijos mayores, sus nueras y una de las tías solteras; esta vez son sus cuñados Dora y Ramón. Mientras la niña corre a recibir a los nuevos invitados, el abuelo desde la sala de estar oye saludos y el ligero fragor del roce de abrigos al quitarse, imagina sonrisas y abrazos. Cierra el libro, cierra los ojos y se pregunta si finalmente terminamos por creer en todos aquellos deseos de felicidad o son tan sólo sortilegios que lanzamos a la suerte.

Este año le parece al abuelo que debería estar más contento: al final el insoportable Luis no va a venir a la comida familiar. Su hermana llamó hace poco para decir que no se encontraba bien y que no se moverían de su casa. ¿Por qué entonces esa rabia hostil contra todo que se le ha instalado desde que supo la noticia?

Ya no hay bárbaros. ¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?... Esa gente era una solución.” Sonríe ahora solo, recordando los versos de Cavafis y reconociendo –sorprendido del descubrimiento inesperado– que al final su cuñado Luis se ha convertido para él en ese otro hostil que le justifica sin problemas su propio malestar navideño –esas normas y costumbres, esos formalismos sucediéndose imperativos y reclamantes año tras año–.

De nuevo aquella vocecilla le saca de sus pensamientos: ¡Porfa, porfaaaaaaa! ¡Sígueme leyendo, abuelo! Pero ya todos están sentados a la mesa y su mujer –la madre alrededor de la que todo gira y gira, como siempre– los llama. La comida de Navidad, una nueva comida de Navidad, comienza.



Albada 271



BAJO EL ASFALTO

(18 de diciembre de 2011)

Te encontrabas tan cerca de mí, que no fui capaz de verte. Necesité todo el tiempo que no quise darte para darme cuenta de que te quería hasta dolerme. Habitaste tanto mi corazón que tuve que ahondar hasta el fondo de mí para saberte. Ahora, cuando sólo me queda el hueco de tu ausencia, lo lleno de cicatrices; y trabajo, trabajo mucho, amor, aunque no logro acallar la presencia de tu falta.

Lo peor de escribir un mensaje así, una carta de amor “a la desesperada”, es pensar que ella nunca pudiera leerla; lo que más lastima es ese no empujar el sobre en la trampilla de cualquier buzón y desear, cruzando los dedos, que pronto llegue hasta sus manos.

Supo que su nombre era Susana sin querer, oyendo que la llamaba así una de sus compañeras. (Susanita, le decía él cuando bromeaba en su imaginación). La encontraba siempre, atenta y eficiente – ¡tan viva! – a primera hora de la mañana. Primero fue sorpresa, luego búsqueda disimulada... y después, encuentro no pactado. Durante aquellos tres años no dejó de “pasar” delante de Susana ni un solo día; día laborable, claro, porque luego estaban aquellos largos paréntesis, interminables fines de semana en los que él debía sumergirse en el mar de la cotidianeidad de una familia que le empapaba hasta ahogarle.

Hace cuatro semanas que ha cambiado de oficina. Ahora está tan cerca de su casa que la gran distancia, que antes les acercaba, no le sirve ya de excusa para el encuentro... Rebelde, contra todo y más contra si mismo, intentó, en vano, no volver a verla. Al principio, se limitaba a cruzar la plaza despacio, sintiendo, más que sabiendo, que caminaba a varios metros sobre ella. Tan extraña sensación terminó por producirle una angustia que sólo lograba calmar al final de la jornada, cuando, disimulado en la cafetería vecina, la veía salir a la “superficie” . Hoy que sin embargo es él quien vuelve debajo del asfalto, lo hace al fin feliz, ya decidido. Ha doblado el papel cuatro veces, hasta hacerlo casi diminuto y lo ha guardado en el bolsillo del abrigo. Desde el principio de las escaleras mecánicas la adivina ya tras los cristales de la taquilla.

Susana lleva mechas de color castaño, y gafas de concha de color rojo (su amiga Clara le dijo que estaban de moda). Cuando se mira al espejo piensa que sus 62 kilos son ya difíciles de disimular bajo el uniforme del año pasado. Le da vergüenza hablar de eso con la encargada y ha decidido que será ella misma la que ensanche las costuras y alargue un poquito el bajo, sólo un poco, lo justo para sentirse cómoda sentada…¡son tantas horas en aquella silla! Mira el reloj. Como cada mañana desde hace tres años piensa en él. Hace un mes que no le ha visto. Las primeras semanas se angustió: ¿y si estuviera enfermo? ¿Y si no vuelvo a verlo más?. Ahora, tras tantos días de espera, se le ha instalado por dentro un ternura dulce; ya no está enfadada con ella misma por vivir así, pendiente, enamorada de un desconocido: el recuerdo de él ha llenado de sentido cada una de sus noches desde entonces y ha terminado por no pedir más, por sentirse, simplemente, afortunada.

Cuando ha sucedido, ha sido sin sorpresas, sin alborotos, como si los dos supieran que tarde o temprano pasaría. Por primera vez se han prendido sin esconderse, frente a frente, sus miradas. El folio, doblado en cuatro, ha pasado con facilidad a través de la abertura de la ventanilla. Ha podido ver sus manos finas y delgadas, manos de “señorito” que diría su amiga Clara. La nota está escrita a lápiz rojo y la encabeza un nombre: SUSANA.





Albada 270

EL CUENTO DE LA SEMILLA QUE NO SABÍA DE LEYES

(11 de diciembre de 2011)

Érase que se era una semilla insignificante, incluso más pequeña que el título de esta Albada. Procede del huerto de Juan. Juan ha sido cuidadoso: recogió la semilla (junto con otras) de un sabroso tomate de la última de sus cosechas – ¿podría añadir aquí de un tomate de los de antes, de esos que olían y sabían a tomate? –, la guardó, ya seca, en un sitio fresco protegido de la luz. En cuanto pasaron los primeros fríos sembró las semillas en pequeños potecitos de tierra y esperó pacientemente a que germinaran. Ver asomar las primeras hojas siempre ha hecho sonreír a Juan; a sus 77 años aún le produce un estremecimiento de felicidad asistir al nacimiento de la vida pese a que lleve muchos, muchos años, (fue su abuelo quien le enseñó) cuidando del huerto familiar. De la semilla crecerá, aromática y tierna, la hermosa planta, que ya en el soleado huerto, a finales de primavera, comenzará a florecer: de cada flor surgirá un fruto rojo y carnoso que el anciano recogerá con mimo con los primeros calores del verano, no olvidándose de guardar, eso sí, el tesoro de las semillas del más apetitoso.

Hasta aquí la historia de nuestra semilla que a muchos le parecerá trivial. Pero hay otra historia, cada vez más frecuente y difícil de evitar, que puede llegar a convertir las vicisitudes de las vulgares tomateras de Juan en algo extraordinario sino ilegal.

Se coge una semilla, una de las de siempre (como la de Juan por ejemplo), se lleva al laboratorio, se pone debajo de un microscopio, se investiga, se trata genéticamente y tras el estudio pertinente sobre la rentabilidad económica que puede suponer para sus promotores (grandes cadenas alimentarias y potentados de la Industria Agroalimentaria) se patenta y se comercializa. Hay que procurar, sobre todo, saber vender las excelencias de este nuevo producto; con el tratamiento genético la hemos podido hacer más resistente a plagas, con un ciclo de cultivo más rápido, con un tamaño mayor o menor según convenga, más productivas, de maduración contenida (esas insípidas frutas que duran días y días, que parecen no pasarse nunca…) en fin, lo que más nos convenga en cada momento. Desde luego habrá que inclinar siempre el peso de nuestros argumentos hacia esa mayor productividad y facilidad de cultivo. Lo demás, otras cosas como los efectos perjudiciales que estas modificaciones genéticas comportan para la salud mejor ni se mencionarán.

Y la historia continua: la semilla patentada progresivamente va sustituyendo a la de toda la vida, con la consiguiente pérdida de riqueza de la biodiversidad (miles de plantas, que han habitado el planeta antes que nosotros, ya son sólo una cita en los anales de la Botánica). Avanzando en la perversión misma de la propia esencia de lo que significa una semilla (parte del fruto que da origen a otra nueva planta) se la convierte en estéril, incapaz de servir para reproducirse después de una cosecha, con lo que se obliga al agricultor a una nueva compra. ¡El negocio es redondo!, ¡todo está controlado! ( y no olvidemos, además, que los cultivos transgénicos pueden colonizar cualquier campo, hasta nuestro inocente huerto de macetas en el balcón, volviéndolos también estériles).

Ya no es ciencia ficción el que, cada vez más, las grandes multinacionales controlan los alimentos que, previo pago de sus “derechos de propiedad intelectual”, cultivamos. Se trata de un monopolio de semillas que hará, si no se remedia, que nadie pueda sembrar una planta sin pagar antes las tasas que alguien les ha aplicado. Muchos agricultores no pueden sostener una economía rentable con estos gastos añadidos con lo que estamos asistiendo al abandono progresivo y generalizado del campo. Las grandes multinacionales lo tienen sin embargo todo resuelto: deslocalizan progresivamente la producción, y siguen manejando y presionando a los gobiernos y sus organizaciones para influir en los Mercados y en las normativas que los regulan. Mientras, cada vez más, los campesinos y todos nosotros (porque todos “irremediablemente” tenemos que comer ) quedamos cautivos de estos oligopolios, ellos terminarán por decidir quienes pasarán hambre o no y a que precio, y todo ello dentro de la más completa legalidad.

El pasado día 28 de noviembre, los tribunales franceses, (cuando veas las barbas de tu vecino…) anularon “por no estar sujeta a derecho” la suspensión que tenía establecida Francia para el cultivo de maíz transgénico Montsanto (MON810). El golpe es duro ya que implica además el agravante de que aplicando estrictamente la legislación internacional actual nos quedamos todos más desamparados, más desprotegidos. Como las noticias malas rara vez vienen solas, a esto se une que el país vecino también ha aprobado una normativa que prohibirá a sus agricultores plantar sus semillas de granja (las seleccionadas por los agricultores en su propia cosecha, como lo venía haciendo nuestro amigo Juan) si éstas no pertenecen a las catalogadas con el Certificado de Obtención Vegetal, otro derecho de propiedad que abarca más del 99% de las variedades que cultivan los agricultores y para las que también se debe –por supuesto– pagar un canon. De nuevo aparece pues aquí la palabra dueño y propiedad, de nuevo el enriquecimiento de unos pocos y el empobrecimiento de casi todos...

Y fin de la historia por el momento: por si acaso, habrá que ir diciéndole a Juan que vaya con cuidado, que esa pequeña semilla de su mejor tomate tiene ya un dueño que ni él conoce, y que ese amo, pronto, le reclamará su parte.